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Hay un día en que la pandilla infantil
deja de serlo. Los niños que jugaban a chinchar a las niñas se
levantan y les piden el número del móvil para mandarles un
wasap ansioso
: “¿Cuándo venís a la playa?” Y en lugar de
excluirlas de sus juegos se pavonean con el balón, mientras con el
rabillo del ojo se aseguran de que ellas están mirando.
Así ha sido y así será.
Lo que cambia, lo que convierte la
experiencia en interesante, es pasar de ser la niña a ser la madre
de la niña.
-Esos están metidos en la tienda de
campaña del prado. ¡Menuda tormenta de hormonas!
-Oye, haz el favor de no inquietarme…
-Mujer, si lo más que puede pasar es
que una mano se escape y toque un brazo
, o algo.
-Y se pegue tal susto con el tropiezo
que vuelva pitando a su sitio…
La adolescencia, bendita sea, ofrece la
posibilidad de volver al pasado por un rato y percibir a través de
tus hijos el hormigueo en la boca del estómago. El rubor trepando
por las mejillas. El ansia de probar, con cierto miedo. Tú estás a
la mesa con tus amigos y un mojito entre las manos, en medio de una
conversación que versa sobre el sistema numérico y sus alrededores:
“Todo esto es por la puta manía de los romanos de no tener ceros”, sentencia C. Y tras soltar la carcajada vuelves a enredarte con la vista
en la pradera, en la tienda de campaña cerrada con varios cuerpos
dentro que son tu carne y tu sangre y están en pleno hallazgo. Y no
te lo quieres perder porque es como sorprender a la mariposa
emergiendo crisálida del capullo de seda.

”No te vayas, G., que me gustas
mucho”.
Le dijo una niña a mi amigo cuando ambos tenían catorce
años y el cuerpo tenso como un arco. La casa sin gente. La despedida
y una niña que avanza con su determinación y le cierra el paso con
la puerta. “El pestillo era muy parecido a este”, relata G.
señalando el de casa. “Yo me quedé muerto, la chica me gustaba
pero no sabía muy bien qué debía hacer. Al final recuerdo que me
besó y me fui”.
La turbación es un estado de gracia
que se diluye con los años, pero no del todo. Cuando estás dentro
de ella no eres consciente de que ahí fuera hay testigos. Y se te
pone cara de pánfilo, y te pasas horas frente al espejo ensayando
mohínes. Y nunca tienes nada que ponerte. Y la culpa es de tu madre,
naturalmente.
Que encima es una aguafiestas y a cierta hora de la
noche le da por cortar el rollo, acercarse a la tienda de campaña,
abrir la cremallera con firmeza y sin mirar el detalle de piernas y
brazos enredados, soltar un :”Vamos, chicas, que es muy tarde y hay
que dormir un poco”. Y antes de que quieras darte cuenta tus
adolescentes han quedado para hoy en una playa donde te regalarán
otro plano secuencia del arrebato y el pulso acelerado.
Y volverás a pensar que es un gran
espectáculo. Y lo harás sin nostalgia porque llevas unos años de
ventaja y sabes que la vida te regala cada cierto tiempo un retorno
al galope,
el corazón en la montaña rusa y la necesidad de pintarte
las uñas de los pies antes de que otro adolescente que lo fue llegue
y haga sus piruetas con el balón en otro prado. Tan verde, tan
húmedo y tan excitante como el de anoche.
Y dejarás que tus chicas vayan a la
playa que les dé la gana y tonteen con quien quieran. Esos niños
que han empezado a dejar de serlo y se disponen a cerrar la puerta y echar la llave
, para probar a salvo de fisgonas como tú, y hay que dejar que pase y apurar el mojito y volver a los romanos. Esos idiotas que vivieron sin ceros. “Así cayó su imperio, ahora me doy cuenta”. 
P.D. Recuerdo una moto y un chico flaco y moreno que asomaba sus dientes grandes al sonreír con feliz avaricia. Recuerdo mis brazos rodeándolo con la excusa de los baches, y esa sensación única de ser mirada de reojo. Y el roce de las piernas. Y siempre era verano.