Las ferias de pueblo me molan todo. Esos tenderetes llenos de quesos, empanadas y chorizos picantes me parecen un sueño hipercalórico al que me rindo sin culpa. Además, propician encuentros de alto nivel que ríete de los de la ONU. El otro día, mientras escrutaba con ansia un puesto capaz de bloquear con su género las arterias de una población de diez mil habitantes, me presentaron a un tipo, nos dimos dos besos y luego miré interrogante a la chica (sí, coetánea, pero ya voy introduciendo trampas viejunas en el lenguaje) que había a su lado.
-Yo soy su mujer.
-¿Y tienes nombre?, pensé, pero al final fui buena y pregunté: “¿y cómo te llamas?”

Hay preguntas inocentes que encierran una trampa mortal. Decirle a una mujer que si es algo más que la costilla de Adán puede tener represalias. Para empezar, le caerás fatal. Más aún si te acompaña una bolsa llena de magdalenas, queso Cabrales y tortos fritos. Pero yo ahí arriesgo y me sale un resorte, porque en el fondo de mí guardo a la mujer de un hombre que está a punto de llegar, pero se ha perdido en las montañas haciendo tiempo. Y no tener estatus de “señora de” me inquieta sobremanera. Nunca en mi vida me han presentado como “mi esposa” o, a más a más, “mi mujer”, y defenderme a pelo socialmente a veces se hace duro.

Sí, puedo decir, por ejemplo, “soy la madre de la Chuki que se cargó el tendedero de la comunidad”, o “soy la hija del tipo que convirtió en mantra la frase “la perfección no existe” mientras sembraba la casa de estanterías torcidas”. Pero tales referencias, convendréis conmigo, no otorgan la prestancia de enarbolar un marido. Un hombre de sombra alargada que te cobija o te exhibe por las ferias y logra que llegues a olvidar tu nombre como olvidaste la tabla periódica de química en su día.

-A ver, mamá, dime las valencias del carbono, me reta mi adolescente, que es una capulla y una tiñosa y sabe cómo desmontar el mito de la madre listilla.
-Uff, sí, espera..¿2 y 4? aventuro.
-No tienes ni idea. Así que entiendo que la química no me va a servir para nada en el futuro.

Ser madre de adolescente es un papelón casi tan importante como ser la mujer de. Cuando dices que tu Chuki mayor tiene quince años hay dos reacciones posibles. La buena: “¿En serioooo? Pero si eres jovencísima y parecéis hermanas”. Y la mala: “Te acompaño en el sentimiento. Te quedan tres o cuatro años de calvario”. Pero lo cierto es que tener una hija de esa edad es estar sentada en la primera fila de un espectáculo fascinante de cambios, vueltas y revueltas. Un día te odia, otro te dice piropos del tipo: “mami, mis compañeros del campamento me han dicho que eres una madre buenorra”. Al tercero monta en cólera porque preguntas si sigue con su noviete y eres una cotilla, y al cuarto te coge del brazo y te confiesa intimidades de alto standing y sabes que debes estar callada hasta que te dé turno, y disfrutar el momento que precede a conocer las valencias del potasio o la volabibidad del mercurio, un suponer.

Y entonces piensas que ser señora de puede esperar, que mola todo ir con tu chica por la calle y que te digan eso de “qué guapa es tu hija y qué mayor”, y comprobar el gesto tímido y complacido que se le pone a ella, medio palmo por encima de tu cabeza, y lo increíblemente preciosa que está cuando se ríe y te presenta a sus amigas un día en el que le caes bien:

-Esta es mi madre. Mamá, adiós, ya nos veremos en casa.

Y ahí sí que se me olvida mi nombre, y no me importa nada.