Convengamos que escuchar gregoriano en viernes santo  en la catedral de Cuenca después de haberte despachado media pierna de cordero es la hoja de ruta perfecta hacia la santificación. Kirie, miserere, espíritu y carne. Mucha carne.

Escucho mientras escribo al grupo Schola Antiqua, que me hizo levitar desde el asiento del coro con sus voces celestiales mientras el frío nos obligaba a taparnos, tiritando,  con una manta de avión y el despegue al firmamento era predestinado y excitante. Antes y después las procesiones nos llevaron por las cuestas de una ciudad para escaladores y me torcí varias veces el tobillo. Castilla es seca, enjuta de fe y cero festivalera, lo que casa con mi carácter cuando no se me van los pies por la casa al ritmo de Vonda Shepard. Uno no puede quedarse indiferente al paso de un Cristo muerto, silencio absoluto sólo roto por las pisadas dolientes de los nazarenos, todos portando velas en una procesión de muerte, cuando de pronto un grupo empieza a entonar un réquiem solemne y la calle se abre como un ataúd negro y se te queda el cuerpo sobrecogido de luto y asfixiado de incienso.

Para compensar, a la vuelta J. me regala House of Cards. Cinismo, sexo, drogas, poder, mentiras deliciosamente destiladas y ese hombre que amo, Kevin Spacey, y esa mujer que ya querría yo, Robin Wright ex Penn, en un recital de pecados envueltos en un guión perfecto y unos estilismos que me hacen palidecer de envidia. Otro pecado capital.

Cuenca

Lo mejor de pecar es la sensación de revolcarse en el barro sabiendo que luego tirarás del Libro de Danzas de la Muerte (para organetto, órgano gótico y vihuela de arco) y serás perdonado. O no. La buena noticia es que el perdón no requiere más contricción que la propia. La mala, que si no amas la polifonía, ese temblor de la música sacra dirigido a ateos, temerosos de dios y mediopensionistas, lo mismo te da por contar tus andanzas más oscuras a un señor vestido de cura que podría ser el dueño de un bar con capirote. En la cuesta de San Pedro una pareja de nazarenos tontea sin ocultar sus intenciones y me parece deliciosa y refinada la mezcla de deseo y religión.

Más regalos por ser un año más madura: “Un hombre enamorado“, de Karl Ove Knausgard, y al fin “El Jilguero“, de Donna Tartt, tantos meses postergados. Voy a necesitar tres vidas para tanta cita de amor, me temo, y sopeso la idea de pactar con Lucifer a condición de que no me vete el canto gregoriano. Tanta promiscuidad empieza a ser preocupante incluso para mí. La mesilla de mi cuarto desbordada -“¿los estás leyendo todos a la vez, mi niña?”-.

Leer es como acostarse con cuatro y no saciarse.

Vuelvo al Requiem Medieval y expío mis

culpas. Me santiguo tres veces, me parto de risa. De golpe tengo ganas de fiesta. De una gran fiesta con todos mis hermanos, mis amigos. Libre de culpas, bye bye Semana Santa. Chute de House of Cards, escapada en avión a mi Destino. Placeres a destajo. Deliciosa culpa sin culpa. La carne, el amor y la palabra.