Me hubiera gustado ser Amy Martin, la misteriosa columnista que cobraba 3000 euros al mes y que en realidad era un señor llamado Carlos Mulas. Del PSOE. De la Fundación Ideas. Y sí, el pseudónimo era ocurrente, no vamos a negarlo.

Si te llamas Amy Martin deberías ser una escritora de novelas rosas picantes, una Barbara Cartland contemporánea, o bien una pornostar a la que llaman los tíos para una tórrida conversación telefónica que siempre termina igual. Así que, insisto, fue una gran idea dotar a la Fundación Ideas de un tinte casquivano y provocateur. Una pluma febril y afilada que quitaba grisura a esa institución plagada de señores que piensan a cascoporro mientras su partido se diluye como una aspirina efervescente.

De entre los pseudónimos siempre me gustó Remington Steel, aquel falso detective, pero nunca entendí que Cecilia Bolh de Faber -con ese nombre tan aristocrático- decidiera ponerse Fermín Caballero, a mitad de camino entre un conserje y los señores a los que les abre la puerta. Tampoco que Prince pasara a ser un signo raro que había que leer como “el artista antes llamado Prince”.

Mucho más lógico me parece que mi idolatrado Charlie Sheen se borrara el Ramón Estévez de su partida de nacimiento, o que Cat Stevens  se rebautizara Yusuf Islam en un arrebato de ardor religioso.

Todo esto viene a que debo buscar con urgencia un pesudónimo y, a ser posible, una institución de cerebros brillantes que extienda un cheque jugoso a fin de mes por mis delirios. Como parece que el señor Mulas va a estar desocupado por un tiempo, llamaré a su puerta en busca de propuestas.

O quizás pueda sugerirle que aproveche el tirón y se convierta en el artista antes llamado Amy Martin. No me negaréis que no es una gran idea.