-Tienes nombre de peladilla de Navidad.

El camarero tiene pinta de ex convicto por asesinato múltiple, lo que contrasta con la delicadeza de su comentario. Después me hace saber que a su mujer la llama “de hijaputa pa´ arriba” y lo encuentro algo menos sutil. Aturdida por el amasijo de imágenes, vuelvo al Café Brasileira donde pensé, ahora lo recuerdo, que en Lisboa lo moderno es muy moderno y lo antiguo muy antiguo. Y que quiero una casa con azulejos azul turquesa en la fachada y ventanas a una plaza con Pessoa vigilando mis pasos y hasta mi respiración.

Días atrás a mi hermana un hombre con voz libidinosa y acento caribeño la llamó de madrugada con un mensaje: “Quiero amor por la mañana“. Mucho más ardiente que lo mío con la peladilla, y como está grabado en su teléfono nos lo puso a todos bien alto para que quedara constancia de su poder de seducción. El negro, lo imagino negro, quería un arrumaco febril en el semisueño de la madrugada, cuando todos los bultos sirven para un propósito determinado y los tranvías se desperezan en la cuesta del barrio de Gracia.

Claro que un galán -el mío- era de Cádiz y le faltaban cinco o seis dientes (calculé a ojo) y al negro no le adivinamos la procedencia. Pero sonaba a malecón y a cogorza de alcohol barato.

Los portugueses tienen buenas dentaduras y muy buen pelo, excepto los calvos. Este pensamiento lo he vuelto a constatar estos días. La genética castigó la soberbia española -esa que durante décadas nos hiciera pensar que éramos más que ellos entre los PIGS- y nos condenó a exhibir pésimas bocas y ralas cabelleras. Lo primero le asombra a H. cuando viene de su Colombia natal, para lo segundo no hay más que pararse en una calle y esperar a que pasen hombres.

A mí los hombres siempre me han gustado calvos o bien dotados en sus testas. Para pelo de rata, ya tengo el mío. Y me gustan los portugueses, siempre que hayan viajado, como me subrayó una vez una amiga de allá que tenía clara la necesidad de superar la saudade para mirar de lejos. Yo recuerdo que le dije que lo de haber viajado era requisito global. Lo contrario te condena al ombliguismo, y de ahí a la intolerancia puede haber un paso.

Claro que si tienes nombre de peladilla navideña, tu mirada bien podría estar condicionada por la estacionalidad. Y a mí el otoño se me atragantó y he arrancado el invierno con unos bríos tales que llevo diez días a suero intermitente. Dos kilos más menuda, a dieta de lectura de autores portugueses para imbuirme de una melancolía que no milito, y con un fado en la cabeza que no se me va porque me lleva a una noche que fui feliz. Y el otro día volvió a sonar en un tranvía de esos de asientos de madera y cuero en los asideros. De esos que gimen entre las traviesas que suben al Castelo de San Jorge. Y empezó a llover y estaba oscuro.

Diez días y 6000 kilómetros después, me complace mezclar encuentros, aviones y calles empedradas que terminan en una muralla de piedra que mira al mar. El esfuerzo ha valido la pena, aunque mi cuerpo ansiaba regresar a mi rincón seco y seguro sin que las olas perturben mi equilibrio y mi faena. En mi recuento de bajas, un sombrero de piel estilo ruso que se ha quedado en Lisboa, en algún lugar de ese mirador de San Pedro de Alcántara en el Barrio Alto donde siempre renuevo mis votos de amor y siempre es la caída del sol en el atardecer. 

Tener nombre de peladilla no está tan mal. Salir del cálido nido para forzar al cuerpo a adaptarse a otros perfiles, es tan necesario como al portugués tener buen pelo y haber viajado. Lentamente vuelvo a comer y a beber, con esa sensación brumosa de que todo ha sido un sueño. Y una nota que apunté en el clastro de los Jerónimos, el más bello de cuantos he pisado en mi vida, me parece: “Leer  a Camoens antes de que acabe el año”.

Viajar es agitarte para volver al modo off mientras Mariza desgrana su rosa branca. Y es invierno, pero poco a poco la luz va indicando que al frío la primavera le está ganando la partida.