Un amigo de mi hija se ha hecho donante de sangre para ligar. El primer día colgó en Instagram la foto de su brazo perforado por la aguja y esa goma llena de líquido oscuro cabalgando espeso hacia una bolsa semitransparente. Supongo que tal gesto, diría que desesperado,  excitará a las vampiras, puede que a las estudiantes de medicina o enfermería. Incluso a las tatuadoras, si me apuras. El suyo es un mercado nicho, en términos de márketing. Poco y para pocas. Pero no puede negarse que el chico lo ha dado todo para conseguir su objetivo, agotados al parecer los recursos convencionales.

Imagino que si el señuelo no funciona, el joven -al que vi una vez y recuerdo simpático y nada feo- tendrá que colgar fotos de sí mismo agonizando en directo en un box de urgencias de hospital, o salvando la vida a unos niños moribundos en Senegal. Su gesto me llama especialmente la atención porque otro se hubiera publicitado tirándose de un puente, escalando una montaña pelada sin botella de oxígeno (lo que es hacerse un Mallory) o bucenando entre tiburones. Pero nuestro héroe, de dieciocho años, quiere que esas chicas vean que es solidario y generoso. No aguerrido ni valiente. Un cristo saeteado por la lanza de un arponero poco compasivo. No un Sport Billy que espera la admiración y el aplauso de las nenas, como ha sido prescriptivo en el cortejo tradicional.

Ayer en un microbús que nos llevaba al aeropuerto con un guía del perfil “estoy bueno y tú lo sabes” me escuché decir en voz alta: “A mí no me gustan los tíos buenos”, y una de mis compañeras, coetánea y rápida, respondió desde el asiento de atrás: “Eso se llama vocación de derrota“.  Nos reímos todos mucho, pero un rato después, ya en la calle, otra mujer del grupo se me acercó y me dijo: “A mí tampoco me gustan los guapos. Cuando se lo dijo a mi marido se ofende, pero es la realidad. Él es feo, pero algo tiene para que llevemos juntos tantos años”.

Conozco también el caso de una mujer que se fija por sistema en hombres feos. “Así hay menos competencia”, reconoce. No puede negarse que es práctica desde el punto de vista sentimental, y que la estadística juega en su campo. ¿A ti cómo te gustan?, recuerdo que me preguntó un día. Me gustan curiosos, íntegros, inteligentes, cariñosos, atentos…La lista de adjetivos crecía y crecía, como si todas las virtudes que me importan en la madurez estuvieran listas para ser exportadas al mundo.  Mi voz sonaba pretenciosa, estoy segura, y entonces me recuerdo pasando a la antilista. “No me gustan acaparadores, tacaños, violentos, desleales, presumidos, escapistas, lectores de best sellers de corto alcance, fundamentalistas de lo que sea, fumadores empedernidos, traficantes de derrota, apegados a sus madres en exceso, mártires de la paternidad, malhablados, resentidos, despegados, criticones, quejicas, diletantes, hierbas…”. Paré antes de llegar a una conclusión siniestra sobre mi destino. Recuerdo que ella me miraba con sonrisilla lateral de “lo llevas claro. Nos vemos en el club de los corazones solitarios el día que se me agoten los feos”.

El recurso clásico

Me parece que con los años uno va completando el mapa de lo que de verdad importa. De lo negociable y lo innegociable. Y normalmente no lo dice en voz alta, porque si lo hace se enfrenta a un pelotón de fusilamiento por altamente sospechoso. Me parece que a los dieciocho uno debe explorar todas las vías del cortejo, incluidas las sangrientas. Queda mucho por delante y se trata de prueba y error. “¿Cómo lo lleva V.?”, le pregunté hace poco a mi hija. “Genial, ya está con una”. Ignoro si funcionó el señuelo del donante. Aquí  lo dejo como idea creativa. Hay un océano de recursos asociados: vendajes, escayolas, puntos de sutura, cicatrices por dentellada de león del Serengueti… Será interesante hacer un seguimiento de su mapa sentimental. Ese que pasados de largo los cuarenta se ha llenado de cordilleras, acantilados y meandros sólo para aventureros con fe e inasequibles al desaliento. Y esa foto, por desgracia, no puede colgarse en Instagram.