A quien lo ha perdido todo fácilmente le sucede perderse a sí mismo; hasta tal punto que se podrá decidir sin remordimiento su vida o su muerte prescindiendo de cualquier sentimiento de afinidad humana“.

Curioseo el subrayado de mi hija mayor en el volumen “Si esto es un hombre“, de Primo Levi. Una lectura de universidad que la ha obligado a retomar los libros como animal cálido de compañía. Durante un tiempo le pagué  por leer -ya lo he contado-. Creo que 10 euros por libro estándar y 15 por los de más de 200 páginas. Así conseguí que se enganchara a mi imprescindible Jane Eyre y tonteara con Peter Handke pero no que amara a Drácula sobre (casi) todas las cosas como yo. Una madre es una obsesa embozada de sentido común que trata de contagiar sus pasiones en lugar de sentarse a observar pacientemente cómo brotan las de sus hijos.

A mí me hubiera gustado, lo confieso, que mis hijas amaran la literatura como yo misma. Ahora entiendo que para mí fue una escapatoria feliz a una infancia sin refugios donde las letras acunaron mucha incomprensión del mundo adulto. Puede que mi hija se haya sentido libre en nuestro ecosistema familiar y su encuentro con los libros no sea huida para protegerse de las bombas sino puro coqueteo. Me sorprende mi capacidad de caer en las trampas de la maternidad que yo misma desprecio.

Primo Levi

Hace unos días mi universitaria me tendió un papel. Un escrito propio que su profesora hacía calificado de “Excelente” a pie de página. “Mira, mamá”. Me sentí inmediatamente fulminada de orgullo pero la cena postpuso el momento de la lectura. Cuando a la mañana siguiente empecé a leer la emoción se apoderó de mí tanto como la sorpresa. El trabajo, sobre Piaget, estaba perfectamente hilado y no le hubiera puesto una coma la editora puntillosa que me habita. Era el esfuerzo de alguien que ha leído. Y juro que mi hija ha leído poco. Pero había un ritmo, una intención y hasta un vocabulario nada vulgar.

Mi hija había aprendido sin hacer demasiado caso a su insistente madre. Yo podía relajarme un rato porque su capacidad y su talento no dependían de mis desvelos. Yo, dictadora soberbia y pertinaz, debía soltar el cetro del poder porque mi chica era muy capaz de desenvolverse sin tanta norma apuntalada. Mi alivio se parecía al de esa mañana, no hace tanto, en que tras convencerme de que no le pusiera hora límite de llegada a casa un sábado entró a las siete de la mañana por la puerta victoriosa y con la cara impecable, el rímmel en su sitio y el aliento sin rastro de alcohol o de tabaco. Yo estaba en este mismo rincón al piano de mis teclas con esa ansiedad creciente de madre que espera en una incertidumbre algo sombría. “Ya era hora, mona”, murmuré, pero viéndola tan guapa y tan entera, tan dueña de su noche y de su fiesta, la emplacé a contármelo después de haber dormido.

-Buenas noches, mami.
-Ya es de día, ¿no ves?
-Luego te cuento.

Hay un día en que sientes que el éxito y el fracaso de tus hijos no dependen de ti. Y dejas que se suban al tobogán sin estar tú debajo. Esa tortura de infancia que me impedía leer el periódico a mis anchas y me obligaba a charlar con otras madres, a menudo poco interesantes, sobre temas de madre nada interesante. Pero ahora entiendo que yo no era tan distinta y que me he creído especial sin méritos probados. En el fondo sentía que el destino de mi hija dependía de mi sombra protectora. De mis miedos, mis anhelos transferidos, mi librería y del tamaño de la red que yo pusiera para acoger sus caídas.

Y mi hija no se cae, bendita sea. Y me reta con palabras que aprendió y que alumbran reflexiones tan maduras que me enseñan de la vida mucho más que muchos libros.

-Mamá, ¿qué es lo que te reprochan los hombres con los que has salido?
-¿Que soy muy exigente?
-Pues yo no lo creo. ¿Exigente comparada con qué? Yo creo que para ser tan exigente has tenido muchísima paciencia en el pasado. Y también que quien da poco es fácil que sienta que se le pide mucho.

Mi I. tiene 18 años y una sagacidad de mujer madura que ya querría yo para mí misma. En ese intercambio tan desproporcionado yo he sembrado de libros el pasillo y ella ha mirado el mundo con su mirada azul turquesa, perdonándome esa insistencia torpe y escribiendo a escondidas un trabajo, y dos, y muchos otros que son una sorpresa y un alivio.

Y el mérito es suyo, todo suyo.