Mi querida Big-Bang:

Reconozco que envidio mazo a las peluqueras. Tan pizpiretas, tan despreocupadas, con la mecha siempre en su sitio, el wonder bra de serie y el culo respingón. El otro día tuve la ocasión de verlas a cientos en el salón internacional de la belleza, a donde fui a pillar un corte de pelo gratis y a afanar muestras de cremas milagrosas para lo mío con el paso del tiempo. Y allí estaban ellas. Todas rubias, todas vivarachas, guardesas de los secretos más íntimos de las clientas. Un poderío que le quita varios quilates de drama a su mileurismo crónico.

“Ay, Mary, ven a probar esta máquina vibradora”, me dijo una. Y allá que fui, trotona. Un comercial con traje y corbata brillante de boda gitana dio al botón y aquello empezó a moverse como el suelo de las pelis sobre catástrofes que alimentaron mi infancia. Cuanto más vibraba, más fuerte me aferraba yo al manillar y más consciente era de mis grasas, que la fuerza centrífuga proyectaba sin pudor. Aquello me pareció pornografía barata, por no decir casquería de Lavapiés, así que me solté y lo siguiente que recuerdo es a una Mary metiéndome el wonder bra prácticamente por la boca mientras decía: “se conoce que la mujer se ha mareao de la impresión vibrátil. Traiga un vaso de agua, pasmao”.

Sí, pocos gremios son tan resolutivos como el de las peluqueras. Sin ir más lejos, el otro día mi amiga C. llegó a una cena con un corte de pelo hecho con hacha. Por si me lee, que ya sería mala pata, aclararé que ella está tan buena que luce aunque se coloque una lechuga a modo de sombrero, así que ya puedo decir que llegó hecha un Ecce Homo. Al parecer le había dado un arrebato a las nueve de la mañana. Necesitaba cortarse el pelo YA, y se personó en la primera peluquería del barrio que vio abierta. “Dentro había una chica limpiando con la fregona -relata C. Le dije: quiero cortarme el pelo. Respondió: genial. ¿Quién te lo corta? . Le dije: Me da igual. ¡Pues entonces yo misma! casi gritó ella soltando la fregona”. Lo que sigue es historia.

Sólo añadiré que mi biografía podría contarse a partir de los desastres que he perpretrado en una peluquería. El primero y más notorio sucedió en mi luna de miel, a la que llegué con la clásica melena de ingenua tul ilusión. Pues bien, fue visitar el primer pueblecito de menos de cien habitantes y entrarme el hormiguillo. El siguiente plano secuencia soy yo con el pelo corto a cepillo, y mi rutilante esposo con la boca más abierta que la trucha que acababa de pescar. “¿Qué cooooooooño has hecho, cariño?”. Cuando un hombre combina en la misma frase coño y cariño date por perdida. Sí, sin duda aquello fue la antesala de mi divorcio.

Bien, no dirás que no te doy material para el diagnóstico. Te dejo, que tengo cita en la peluquería. He pedido que me pongan extensiones rojo sangre de pichón, a ver si me animo. Total, Halloween está a la vuelta de la esquina…