A veces la vida se hace bola.

En estos tiempos ciclotímicos empieza a ser un alivio tener un día que ni fu ni fa. Entre los últimos sucedidos de la mía están haber llegado al coche y comprobado que me han roto a pedradas la ventanilla y la guantera está abierta y se han llevado algún disco querido y el GPS. Moraleja: no está de dios que yo me oriente. Añadiré que mi coche no es ostentoso -“es de comercial de éxito” me dijo J. burlón el primer día-, y con esa coletilla se ha quedado. Duerme en la calle, como los perros pulgosos, y suele estar lleno de mugre gracias a esos árboles absurdos que lloran chicle y apenas dan sombra.

El coche nunca ha sido la prolongación de mi personalidad. O eso creo. Si repaso la lista de los que he tenido sacaría inquietantes conclusiones. El primero, de mi entonces marido, era rojo, deportivo y anda perdido en manos de un ladrón macarrilla que decía “como digo yo” y “ya te digo”, que fingió comprármelo y que me timó como la tonta confiada que soy. Yo pago aún los impuestos, las multas y rezo para que no lo usen para hacer un butrón y me enchironen.

El segundo lo di en el acuerdo de divorcio. Era grande, luminoso y veloz.  Institucional, como el santo matrimonio. Para cuando al fin le tomé la medida en el aparcamiento tuvimos que despedirnos. Después le compré el suyo a mi  hermano pequeño y lo heredé con los ecos de los llantos de sus bebés, las palomitas de maíz y su alegría. Era, con diferencia, el coche más cutre de todos y con el que he sido más feliz. El pobre se quejaba en las cuestas arriba, pero su carencia de sex appeal disuadió a cualquier chorizo de robar. Quizás por su condición de vehículo de quinquis satisfechos de la vida. Peace&love. Ahora lo tiene otra familia con bebé y ha heredado nuestra mugre, nuestras canciones y alguna que otra gominola hiperazucarada.

Compruebo que me irrita sobremanera tener que preocuparme por un coche. La comercial de éxito que no soy aún se sienta con precauciones de extraña y no se relaja hasta que pone la música a tope. Debo añadir que este coche también se lo compré a mi hermano, esta vez el mediano, que andaba preocupado por mi seguridad y la de las chukis. El pobre, que es adorable, invirtió un buen rato en explicarme todas las posibilidades ocultas en el salpicadero, pero yo sólo retuve dónde había que darle para sacar el portavasos y cómo escuchar los discos aleatoriamente. Sé que por algún sitio hay un limitador de velocidad que templaría mi ímpetu cuando voy sola en la autopista y siento esa excitante sensación de anuncio de BMW -¿te gusta conducir?-.

A veces la vida se hace bola. Y tienes que salir corriendo a recoger los cristales de un violento, desorientada porque en tu vida no hay GPS que valgan. Y de ahí a que te quiten las contracturas fruto de las prisas anteriores. Y después a casa no sin antes pasar por la frutería para que el defensor del menor no se persone acusándote de no dar vitaminas a las chukis. Y entonces, cuando todo pasa, te desplomas en el sofá y fantaseas con que ya no tienes coche pero sí un hombre -puede ser una mujer- que te conduce sonriente mientras te pone la música perfecta y te sirve un gin tonic en el portavasos que tú misma has sacado apretando al botón.

Y entonces te preguntas por qué nunca quieres estrenar un coche…