Anoche, paseando por Gracia, ese barrio enérgico de Barcelona donde los modernos ven cine en versión original y acuden a clases de improvisación, R. y yo hablábamos del asunto catalán como dos buenos amigos civilizados. En un momento dado, sentados en el café Salambó, famoso por ser el lugar donde se falla un premio literario del mismo nombre, me sorprendí diciéndole lo siguiente:

-Verás, en Madrid no hay un interés profundo por el debate sobre la independencia de Cataluña, como crees. Se mira a veces como parte de un todo provinciano y hasta cateto. Como una pataleta adolescente. Todo lo que tú prohibes excita el deseo desaforado de lograrlo.

Me consta que R., catalán nieto de charnegos inmigrantes, pegó un respingo ante tan burda provocación. Así que, listo como es,  procedió a disertar sobre por qué el descontento se había apoderado de la calle y me habló de la chulería del rechazo al estatatut, y de cómo la alta burguesía había traicionado a Artur Mas, y de quiénes iban a rentabilizar esa decepción generalizada. Y también me contó que un grupo de profesores universitarios catalanes exiliados a universidades extranjeras estaba elaborando propuestas teóricas sobre la viablidad  de una Cataluña independiente.

-¿Y a ti eso se sobresaltaría?, me preguntó R.
-En absoluto. Creo que no hay que poner freno a los impulsos, sino dejar ver qué recorrido tienen.
-¿No crees que a España le iría mal sin Cataluña? ¿No te parece que preocupa que nos vayamos por lo que se va a perder?
-No sé quién necesita más a quién. Pero en una pareja el más débil suele ser el más dependiente.

Ya de vuelta a mi hotel pensaba en que las raíces del control, de la hipervigilancia del otro, suelen arraigar en el miedo. Miedo a que se desmande. Miedo a que no nos necesite. El marido celoso que no permite que ella salga con amigas, no sea que otros ojos la contemplen con deseo. Ignorante de la realidad: el día que ella desee mirará y se abrirá un mundo con peces de colores. Y volverá a casa y hará una maleta apresurada. Y no pensará dónde va a dormir esa noche ni cuándo podrá comprarse un par de zapatos nuevos.

Anoche le daba vueltas a los esfuerzos que hacemos a veces por retener al otro a nuestro lado. El independentismo sentimental, diríamos, provoca estupor en el eslabón débil de la cadena. Todos hemos tenido parejas que se resistían a dejarnos marchar. Todos hemos sentido vértigo por miedo a ser abandonados. Al final todos hemos aprendido que no se puede imponer un sentimiento, ni meterlo en una cajón, cerrarlo y tirar la llave al mar. 

Si los catalanes quieren ser independientes, que lo sean, que lo intenten. Irse de casa nunca fue sencillo, pero quedarse por imposición es la muerte. Uno se va mustiando y un día, cuando el carcelero piensa que ya ha domado sus instintos escapistas porque lo ve rendido y con la cabeza gacha, el otro reacciona y aprovecha el descuido para morder la mano y fugarse.

Y una fuga siempre es más dramática que una negociación, convengamos.

Anoche dormí profundamente y lo último que recuerdo haber pensado es que no debo cercenar tantos impulsos de mi adolescente, sino darles algún cauce y esperar a que ellos solos se calmen. Lo otro es construir  la presa de las tres Gargantas para contener a un río Leviathán que el día que despierte y ruja se llevará cuatro pueblos por delante. Y habrá que empezar de nuevo…