El primer día de playa está escrito
antes de pisar la arena con tus pies. Es un cuadro de trazos
vigorosos que uno guarda en septiembre y recupera en julio, a la
inversa que las alfombras. Hay tanto anhelo detrás de ese golpe de
mar que conviene protegerse de las olas, no sea que te engullan por
exceso de estusiasmo.
El primer día de playa es una
biografía de lo que fuimos. El perpetuo verano. Los castillos de pequeños con la pala y
el cubo, las horas muertas al sol de adolescentes insensatos. Las
cremas en la espalda de los niños cuando fuimos padres y nos
sobrevino el instinto protector frente a los rayos mortíferos. El
baño lento y temeroso de tu abuela un verano en Palma de Mallorca.
Aquel día en la Ballota, esa playa bella y traicionera, en que la
corriente casi nos convierte en sirenas atolondradas y a la deriva.
Todos tenemos un relato interminable
que es un deja vù con olor a sal y a yodo.
Que, naturalmente, tiene mucho de
ficción, porque lo mejor del primer día de playa es la expectativa.
Todos los componentes de los que dotamos a una historia que siempre
termina igual, y da lo mismo. Planteamiento y nudo, abortemos
desenlace. Tienes delante una masa de azules en perpetuo movimiento
que te acuna con un swing. Tienes una toalla de colores y una
sombrilla machacada de golpes. Tienes un canasto y un libro que te
hará pasar las horas muertas persiguiendo a Ana Karenina mientras el
mundo a tu alrededor se convierte en actor secundario y prescindible.
Tienes el mar, frente a ti, y lo miras
hipnótica no sea que se borre y se convierta en asfalto. Tienes la fantasía
de que el agua es el amor y la calma. El alfa y el omega. Y juras por
tu vida que nunca antes viste algo parecido ni sentiste nada igual. Y
hay tal intensidad en el ritual pagano que los dioses palidecen de
envidia y se postran a sus pies. Poseidón, hazme
tuya, seré tu esclava.
El primer día de playa conviene quemar
todas las naves. Pasear la orilla con un sombrero de rayas
rojiblancas, tirar dos o tres piedras bien lejos, a lo lejos.
Respirar profundo, pensar en uno mismo aquí hace dos años, mañana.
Y fijar el recuerdo para repetirlo como una moviola estropeada cuando
mañana el tren te devuelva a la ciudad hostil, transformada de sol
y mareas para siempre.