La otra tarde vino a casa mi sobrina A. para hacerme una entrevista. Estudia periodismo y soy su coach además de su madrina. Ella es breve de hechuras y larga de carácter. Así que soporta sin enfado que le tache y le escriba impertinencias en los bordes de sus textos que me envía: “¿De verdad crees que esto es un titular?” o “Esta frase está vacía. Gastas palabras para no decir nada”. O “este adjetivo es cursi”. O: “Te falta un colofón”.

Yo le mando mis correcciones por wasap, y ella me devuelve una nueva versión, y otra, y otra más, incansable y dándome las gracias: “Qué suerte tenerte“, me escribió ayer tras hacerle los últimos comentarios. Nada de “ya podías ser un poco más indulgente” o “no entiendo tu letruja, tía bruja“, que es lo que sin duda merecía.

Empezó la entrevista, las dos repantingadas en el sofá (o más bien yo, ella estaba nerviosa, me parece). ¿Quieres ver antes mis preguntas? “Ni de broma, eso no lo hagas nunca”. Y empezamos: Mis inicios tempranos, los porqués de esa fiebre de escritura, rutinas y manías…Y entonces hizo esa cuestión tenebrosa: “¿Cuál es tu escritor preferido?”.

Pensé en mis zapatos favoritos. Ni idea. Puede que este año sean unos botines plateados de tacón asimilable. Pensé en mi color favorito: ¿el negro, de acuerdo con la frecuencia de su uso?. Pero quizás no sea amor, sino la urgencia de vestirse sin riesgo en los pocos minutos que dejo a la ceremonia indumentaria cada mañana. Pensé en mi ciudad favorita: ¿Lisboa? Pero a ratos fantaseo con otras y me enredo en unos mapas que no tienen el suelo de adoquines ni me acunan con fados y ese sonido somnoliento del tranvía. Pensé en mi perfume favorito: El de Bottega Veneta cuando me vengo arriba. El oriental de Sisley si me corono sexy por un día. El Cartier dulce y talco para un rato cualquiera de algodonal impulso. Y ese Número 5 de Chanel para las ocasiones en que quiero investirme mujer fatal, qué risa, y que llegue mi estela dos segundos antes que yo. O el de naranja de Prada que me solucionó el verano, con esa sutileza sin carga de impostura. O…

Pensé que hacer preguntas absolutas es  arriesgado. El otro puede caer en la boutade, en el esperpento de la desmemoria. En la salida fácil. En el silencio incómodo. En una respuesta de la que se arrepentirá minutos después, cuando el interlocutor ya se haya ido. Pensé que soy mobile, como la dona, y que debo escribir en un papel la lista de mis must. Pensé que esas medias de encaje de hoy ayer no me hubieran llamado desde el escaparate y mañana quizás me parezcan un exceso barroco innecesario.

Que construir el yo a partir de listados de tus favoritos es un trampantojo radical; que resumirse en, pongamos, diez sentencias desnudas, sin matices, rotundas cual pilares de titanio, es la mejor manera de traicionarse después. O que quizás sí, debería, hacer acopio de mis certezas para saber después cómo he cambiado, como esas marcas de agua en las paredes después de las crecidas de los ríos.

De modo quea  día de hoy, mi querida sobrina y ahijada, tengo algunas respuestas a lo que preguntaste y a lo que no, aunque ya sea tarde:

¿Desde cuándo escribo? Desde que entendí que no sabía qué pensaba hasta que no lo fijaba con letras. Desde que supe que nadie podía darme órdenes en ese territorio sin fronteras que se abría ante mí, desierto o hielo, y que abandonaba cuando mi madre nos llamaba a comer o a cenar. ¿Mis escritores imprescindibles? Aquellos que me obligan a subrayar las páginas, sin compasión, porque los hallazgos no deben enterrarse en un mar de líneas y de párrafos. Y siempre vuelvo al lugar del tesoro enterrado, que se llama Stefan Zweig, o Pessoa, o Virginia Woolf, o Stevenson, o Handke, o Carson MCCullers, o Carver. Esos son solo algunos, hay muchos más, el día que tú quieras hacemos un viaje a mi rincón favorito, esa librería bautizada Taj Majal. Aunque también mi cama Carlos V merecería un tiento. Y el fuego donde cocino los domingos, con la música a tope (ahora duduá, gracias a M).

Ah, y eso que me dijiste, tan seria en tu papel de periodista: ¿Por qué escribo? (Silencio necesario) Porque podrían quitarme los perfumes, los zapatos, los jerseys negros y hasta pulverizar una ciudad amada con bombas y misiles, pero nada ni nadie me puede despojar de la liturgia de la palabra. Esa que da calor y que da frío. Que no depende del sueldo a fin de mes  ni de tener o no tener un gran amor. Ni del prestigio. Inmune a cualquier guerra. Gratis total. Porque si hay un instante en que me sienta sola, yo sola con el eco, me siento al teclado y entro en brote, los dedos dibujando las palabras, y ya no me hace falta nada más. Y es una suerte.