Se abre el telón. Aparece un iraquí que sostiene un cartel: “We want porn in Iraq”. Se cierra el telón.

-¿Cómo se llama la película? 
-“Lo verde empieza en los Pirineos”.

Está científicamente probado. Cuando uno se asfixia le da por el sexo duro. Es más. Algunos diputados fueron hallados muertos con una bolsa en la cabeza en el acto de probar un éxtasis más allá de lo convencional. Los iraquíes, en cambio, se conforman con poder acceder a los jadeos, los cuerpos depilados y las fantasías grupales pret a porter para sentirse tan libres como los demás.

Lo mejor del porno es desearlo. Eso dicen los usuarios más experimentados. Esperar el arranque de la peli, los créditos y asistir a ese primer encuentro de pedazo de carne con ojos y su correspondiente -hombre, mujer o bicho-. Hasta ahí hay tensión. Luego la cosa va que vuela según un patrón preestablecido: respiración acelerada, contorsionismo, explosión. Los iraquíes lo saben.  Pero aún así lo desean.

Desear es una promesa de escape. “Mientras haya un solo hombre que desee, no todo está perdido”. Ese iraquí que sostiene su reclamo quiere porno como el que quiere votar, opinar a gritos por la calle, besar en público a una mujer… Que lo prohibido deje de estarlo. No que Tom Holmes se beneficie a tres rubias insaciables a la vez bajo los acordes de una banda sonora de ascensor chill out.

Cuando éramos un poco Iraq nuestros padres viajaban a Perpiñán a ver “El último tango en París“.  De entonces recuerdan el miedo, el temblor de entrar en aquel cine, el pulso al galope… más que la secuencia gloriosa de la mantequilla. Pero lo que más recuerdan es la sensación de volver para contarlo.

El iraquí del cartel quiere contarlo. Eso sí que debe ser un gran orgasmo.