Mi querida Big-Bang:

Lo primero que hice en mi viaje de novios fue entrar en una peluquería de pueblo y cortarme el pelo a lo garçon. Conseguir la clásica melena de virgen lista para el sacrificio en el altar me había costado meses. Yo llegaba a la peluquería de turno, cada vez una distinta, miraba fijamente a la peluquera de turno -unas más chonis que otras- y le decía: “No puedo más. Esta no soy yo. Corta”. Y la peluquera de turno respondía: “Mujer, que las novias con el pelo corto desmerecen un rato”. Y salía con el rabo entre las piernas…

Mi álbum de fotos de boda está tan escondido como los expedientes X de avistamientos de ovnis en los años setenta. No se lo enseño a nadie que no me haya visto en pelotas. O sea, amigas muy íntimas, novios sin prejuicios y freaks coleccionistas de imágenes kitsch. Esa no era yo. Dentro de mí habitaba otra, rebelde, divorciada y sin tul ilusión, que sólo podía llevar el pelo cual Jean Seberg versión cañí. Pero por entonces aún escuchaba a mi madre y por entonces mis íntimas no tuvieron huevos de decirme: “estás horrorosa, chitina” (ahora sí, a toro pasado, qué jodías).

Tengo para mí que los cambios radicales de look esconden mucho más que un giro de estilo. Son verdaderos gritos, una señal de que algo se regurgita o se agita. Un impulso hacia alguna parte. Sospecho de las personas que llevan 25 años fieles a un corte de pelo y a unos pendientes de perlas; adivino la desazón permanente en las que se cambian de corte y color cada vez, pero me gustan. Ser un experimento de sí mismo es de valientes, de pirados, de gente que no deja que el agua se encharque y huela a podrido.

En el capítulo hombres siempre me gustaron los melenudos, pero me daban miedo. Superado el reto de enamorarme de uno, empecé a fijarme en los calvos, que me daban cierta confianza, por aquello de que en mi familia abundan. También sigo con la mirada las cabelleras tupidas, siempre que se despeinen. Un pelo que no se mueve, que no viola la frontera de la raya hecha por la mañana, esconde una personalidad rígida y puede que intolerante.

Entenderás que mi teoría sobre los pelos no es demasiado científica, ni falta que le hace. Y que para mí ir a la peluquería se parece mucho a ir a la batalla. Me entra un ardor guerrero que es ver las tijeras y ponerme cachondísima. Es cierto que a veces me hacen verdaderos escarnios, pero el que no arriesga no gana. Y, total, el pelo crece, las intenciones, cambian; los tintes se renuevan. Y no hay mejor lugar para leerse las revistas del corazón que una peluquería de barrio, al calor de sus secadores del “Cuéntame” y aturdida por ese olor a chamusquina de la permanente y el brushing.