Mi querida Big-Bang:

La melancolía me corroe. Anoche volví a ver “Memorias de África” y me pegué una tupitaina de llorar tal que creo haber drenado las penas de toda mi generación. No sé si fue el brindis “por la cándida adolescencia” de un Robert Redford aún macizo, que mis amigas y yo adoptamos ipso facto y que perpetuamos, abrazando una candidez que sabíamos volátil. No sé si esa secuencia altamente erótica en la que él le lava la cabeza en el río a ella, una Meryl Streep heroica aunque sus caderas no entraran en los estándares del momento, marcados por la dictatorial Madonna.

Igual es el efecto “tempus fugit”, la impresión de comprobar que la peli es de 1985, y que ya entonces teníamos cierta biografía a nuestras espaldas, como Britney Spears pero sin sustancias chungas en el bolso ni sátiros en la cama.

La nostalgia siempre me ha parecido un equipaje tan absurdo y prescindible como las vajillas de porcelana de Limoges en un safari africano. En eso disiento de Isaak Dinesen. Aunque comprendo que un brindis con Robert bien merece unas copas brillantes de cristal del bueno y el gramófono a tope en medio de la selva.

Nunca fui de ensoñaciones románticas, y me temo que me hubiera pasado la secuencia planeando la manera de clavarle el cristal de la copa a un presunto león que rondara la tienda de campaña esa tan práctica donde me aguardaba el revolcón seguro.

Big-Bang, colega, creo que necesito algo contra el vértigo de la pérdida. Una pastillaca de presente continuo. Un elixir contra las películas presuntamente inocentes que te patalean el hígado un viernes noche. Envíamelas contra reembolso, plis, mientras yo veo qué hago con toda esta ponzoña nostálgica sin un Robert que me lave la cabeza, que me saque a bailar sobre la hierba y que me lleve en avioneta a contemplar manadas de ñus en estampida.

Yo (también) tenía una granja en África…