Delante del libro, cada noche, subrayo con vehemencia las palabras de otro que querría me brotaran espontáneas. Ligeras, pertinentes. He convertido los ratos de soledad en atracos sin violencia ni testigos. El placer del eyeliner de Chanel gris antracita paseando entre “deliberado” y “fugitivo”. Con esa mina blanda, destelleante, dócil. Un lujo que derramo sin usura. Para revolcarme entre términos nada ostentosos, por cierto. No envidio la grandilocuencia, sino la oportunidad. Esa punzada tan reconocible del acierto al escoger un adjetivo y no otro.

“Como tú te ves a ti mismo, así te verán los otros. Te pisarán si tienes cara de recibir pisotones. Te perseguirán si pareces un fugitivo”. Leo.

Decido pasar en dieta de silencio mi primera mañana de vacaciones. Como una forma de vaciar el contenedor de frases espontáneas que llené ayer, ansiosa, en el fragor de un encuentro con amigos en el bar más feo del planeta barrio donde una camarera disfrazada de “soy parte del grupo” nos sirve tapas generosas en el rincón de siempre.

-¿Por qué está tan mal visto calificar a alguien de “subnormal”? Yo estoy sordo y digo que soy sordo.
-Pues yo oigo fenomenal, pero me he visto hoy con luz de probador y por cada cerveza que tome juro que correré un kilómetro.

(Para los interesados, según termine de escribir tendré que correr cinco o seis kilómetros. Concentrada y sufrida en cada paso, mis NIKE a punto de reventar por sus costuras. Tanto esfuerzo. Me da pena deshacerme de ellas porque me recuerdan que un día conseguí sobreponerme a la inercia de la comodidad, a mi naturaleza velocista, atolondrada. Y porque han sido testigos de curvas y cunetas. Agravios y victorias. Baños de mar intempestivos, el calambre de las olas del norte donde siempre me siento esperada y a salvo (pese a que es un mar que brama, que muerde y que castiga a los incautos)

No me desharé de esas zapatillas porque tengo querencia a lo que envejece bien y me acepta tal cual soy. Las hormas sometidas. Los jerseys desgastados sin tejidos acrílicos. Los chaquetones amplios y los pijamas masculinos de algodón.  Los platos desportillados para el caldo caliente que resucita a un muerto. Las amigas del cole. Sus maridos de siempre. Las novias y novios de repente. La frugal confianza de compartir boutades, o confesiones íntimas,  sin que te pongan una cruz en la casilla de la inoportunidad. La alegría.

-Y yo que pensaba que me escuchabas en nuestros ratos de playa, ¡resulta que no oyes del derecho!
-Pero nada de nada…

No tiraré las viejas Nike, pero sí las palabras que me arañan. Los emails de cadáver que el servicio marino no rescató jamás. El manto de Penélope. El vestido que guardo para un cuerpo que sólo tuve en sueños. Los libros de recetas que no hago. Los teléfonos a los que ya no llamo ni me llaman. Un mapa de carreteras que no sé interpretar.  Los pintalabios tibios, rosados o naranjas. Me quedo con los rojos.

En 2015, Impar y roja. No va más.

Así, haciendo limpieza, me doy cuenta de que despido el año. Como todos, hay que hacer hueco al que vendrá. Al botín de las palabras robadas cada noche. “Penumbra”. “Antibiótico”. “Retrovisor”. “Reverso”. Esperanza y alivio. Optimismo militante. Sueño reparador. Arquitectura efímera.