A veces la vida te va en un relato. Sujeto+verbo+predicado. Si no lo construyes bien el alma penderá de un hilo y estará condenado a pendulear de a norte y sur.

Un ejemplo. Minichuki, que es práctica y zorrezna como ella sola, me llamó ayer por teléfono minutos antes de llegar a casa:

-Adivina qué nota he sacado en cono (cimiento del medio). Es de las malas, no creas.
-¿Un dooos?
-Arriba, arriba.
-!Un ocho!
-Abajo, abajo. Si es que no sé qué me pasó, me puse nerviosa y confundí los ríos.
-¿Un cero?
-No, hombre no. Un tres.
-Ahora cuando llegue hablamos.
-¿Para qué, si ya hemos hablado?

En su cabecita, había rematado el capítulo titulado “leve fracaso escolar“. Respiró hondo, se puso el pijama y cuando yo llegué no había manera de iniciar la conversación, porque nadie la gana a improvisar y me tentaba con fascinantes historias sobre el mar y los peces. Cuando al fin la até de pies y manos en el sofá, y le dije por qué creía yo que había suspendido, exhibió su vis más dramática y se fue a la cama con una súbita contricción que había brillado por su ausencia hasta el momento.

Yo pude entonces poner fin a mi relato.

Rematar una historia, quien escribe lo sabe, es mucho más difícil que arrancarla. El otro día mi amiga A., con quien comparto cuentos y derivas, me respondió así a mi angustia vital por un texto que no sé si escribo o me escribe. Y, peor aún, no sé a dónde me lleva.

-Tienes que tener claro lo que quieres contar.
-Eso es lo único que tengo claro, chitina.
-Pues entonces piensa en la evolución del personaje. Has de ver su trayectoria y su final. Escríbete un guión y no te salgas, que tú eres muy indómita, como Minichuki.

Tenía toda la razón. Dejar que las historias campen a su aire es un peligro. Como los caballos salvajes, es posible que cuando les indiques el camino al redil no te hagan caso. Y relinchen, y se agiten con violencia, y se escapen como alma que lleva el diablo. Un escritor no es un médium, aunque a veces lo parezca. Es un director de orquesta que ataca una sinfonía nunca escrita pero que nace con reglas. Y si se las salta puede devenir la gloria o terminar como pólvora mojada ante la estupefacción de los músicos.

Cualquier relato -profesional, amoroso, familiar…cualquiera- exige su resolución. Aunque sea una condena en la horca. No puede quedarse en el purgatorio eternamente, en el “loquepudohabersidoynofue” porque entonces te impide seguir adelante y sacar la pluma y escribir el siguiente. El marino que no vuelve a casa condena a su pareja a esperarlo como Penélope, tejiendo una tela sin lana ni agujas. Nada nos relaja más que un punto y final en condiciones. Un duelo sin el muerto presente no es un duelo. Una esperanza sin argumentos es simple fe, y se alimenta de nada.

Y aquí termino mi relato, con plena conciencia de cuál era mi objetivo: hablar de la desazón. Del horror al no final. Del miedo al final porque allí empieza el precipicio. De la certeza de que cada buena historia merece su oportunidad. Aunque cuando arranque la orquesta el público abuchee y tengas que guardar el violín cabizbajo y volver solo a casa.

Hay que rematar lo que se empieza, que diría una madre. Y más si te dedicas a urdir historias. Esas chicas obstinadas que se te apoderan una noche y piden licencia para escapar. Licencia para vivir.