Mi querida Big-Bang:

Tú llegas al restaurante con la lengua fuera. Te has salido de una reunión vital para el movimiento del planeta, has corrido como un pato con esclerosis por las aceras de city y, como la neurótica que eres, te has sentado a la mesa a las dos o´ clock, satisfecha de tu puntualidad británica. Has pedido un agua con gas, hiel y limón, y te has dispuesto a mirar a las parejas, esa afición tan entretenida: “estos son novios de toda la vida, rutinarios y poco transgresores. Estos amantes al estilo Pimpinela, estos futuro matrimonio fracasado…”, y así has matados los diez minutos que anteceden a tu urticaria. Definitivamente, tu cita llega tarde. Y no lo notas sólo tú, sino todo el restaurante, que te mira, estás segura, pensando; “mira a la mechas ésa que devora con ansia el plato de aceitunas la han plantado, fijo. En todas las casas cuecen habas”.

Tú, naturalmente, te has dejado el móvil en casa ese día, así que no puedes llamar a la chunga que se hace llamar tu amiga y que J. denomina cariñosamente “enana venenosa”. Tampoco puedes fingir que lees SMS o que los envías, dos entretenimientos muy útiles para disimular cuando te plantan. No has cogido un triste boli, así que desestimas la idea de jugar al ahorcado en el mantel, y hacerlo con la barra de labios se te antoja excesivo incluso a ti. Así que martilleas la mesa con los dedos, restas mentalmente de siete en siete desde el número cien o te planteas si matricularte este otoño en un curso acelerado de Kung Fu o de macramé.

Así, con suerte, matas otros cinco minutos de eternidad. Y entonces sobreviene la zozobra: ¿Y si a mi querida venenosa le ha pasado un sucedido catastrófico, dios no lo quiera? ¿Y si se ha cruzado con los Hare Krishna y la han enganchado ofreciéndole gratis la túnica azafrán? ¿Y si ha salido desconjuntada de casa y ha vuelto para que su amiga fashionpunky no la mire con cara de: ¿Tú no te has mirado el Vogue este mes, verdad, bonita?.

Sí, los malos pensamientos te ensombrecen y no te queda otra que pedir un plato de “alcahueses”, que diría mi J., ese adalid de los ripios cultos. El camarero relamido te mira raro, pero debes poner tal cara que no dice ni mu, el hombre. Los comensales se frotan las manos: a las rubias también les dan plantón. Son unos mezquinos y encima no paran de comer. Te suena la tripa. La venenosa no aparece.

“Señorita, disculpe, ¿va seguir esperando o quiere que le traigamos ya el primero?”. El relamido del camarero quiere saber y lo pregunta en un tono de barítono trasnochado que escuchan hasta en la cocina. “La señorita quiere ser invisible o, en su defecto, meterse un chispazo de gin, pero está feo, no?”. Veinticinco minutos. Necesitas una estrategia o una retirada digna. Pides el teléfono al relamido, tragándote el orgullo. Llamas a J para que llame a la chunga. “Dile a ésa que si no se presenta en cero cona dos nanosegundos le va a prestar el chanelazo su madre, que en gloria esté”.

En esas que entra la interfecta por la puerta, con su sonrisa angelical y una buena excusa falsa en los labios; “Jamía, que el taxista ha tenido que realizar un simulacro de fuga por ataque nuclear y hemos acabado en el búnker de la Moncloa”. Tú sonríes por la ocurrencia y la besas sin acritú. Pero al camarero relamido le ordenas: “A ésta venenosa le va trayendo la ensalada con piedras y bichos”. Vengativa, la que más!