La escarcha se resiste a abandonar los tejados derruidos de este pueblo en medio de la nada donde despedimos el año. Un lugar sin identidad reseñable dotado de perros famélicos y cojos y vecinos que no ves pero escudriñan por detrás de la puerta a esta familia grande y ruidosa que se reparte a los chinos las camas disponibles. A mí me ha tocado con mi adolescente una de matrimonio (un hito a la par que una ironía, a los divorciados nos ubican en las zonas comunes tradicionalmente, y así no hay quien rehaga su vida), y diré que no ha movido ni un músculo en toda la noche. Afuera la tierra gira trabajosa y el último día del año pinta gélido y despejado como la frente de un calvo (y calvos aquí hay unos cuantos).

“Abuela, se me ha caído un diente” es lo primero que oigo al otro lado de la puerta. Y lo primero que toco es el chichón de Minichuki, que se ha colado en la cama y guía mis dedos por su cabeza mientras se aprieta contra nuestros cuerpos para demostrar que en realidad tres no son multitud. Huele a café de cafetera clásica, la Nespresso es neológica, casi ciencia ficción en estas latitudes, y en breve tendré a mi hermano A. apremiéndome para salir a correr en lo que llamamos “la Sansilvestre galviniana”. Una carrera errática y sin recorrido concreto donde se trata de trotar y comentar, echando vaho por la boca, los chismes de familia a través del monte bajo de eso que llaman la Sierra Pobre de Madrid. Un lugar poco bendecido por los dioses de la abundancia que sin embargo tiene al lado el embalse de Puentes Viejas, que a mí se me antoja de culebrón tragiromántico y que mola porque hay que atravesar la corona de la presa por sus estrechuras, a las órdenes de un semáforo que dirige el tráfico que no hay.

Porque juraría que a nadie, salvo a nosotros,  se le ha perdido nada por aquí, y menos en estas fechas.

El costumbrismo pasado por las migas del pastor que también son tradición va calándome los huesos. Las Nocheviejas en este pueblo son un corte de mangas al comme il fault. No hay ni pavo ni cordero, sino un menú sorpresa donde nada “marida” con nada que tratamos inútilmente de acordar por email cada año, y que rara vez coincide con la idea inicial. O sea, que cuando nos sentemos a la mesa (una mesa de ping pong con otra al lado en un garaje con chimenea cubiertas con manteles de papel de motivos navideños) exclamaremos ¡Ohhhh! ¡Ahhhhh! ante lo inesperado. La cocina precipicio de mi familia es un arte que ya querrían dominar los repelentes máster chef junior de anoche. 

Permormance familiar

Huele a chimenea y a madera vieja pintada de verdín. A pañales del último bebé de la casa que me llama “pi-piiii” y se encarama a mis rodillas con la agilidad de un ciervo. A desorden de maletas semiabiertas y llenas de jerseys de lana gruesa. A libros que finges leer entre conversaciones de cuñadas. A nostalgia por los que no han venido. A petardos y cohetes que mi hermano J. compra, diligente, cada año, para sobresaltarnos la alegría y la esperanza. A sensación de despedida con hambre de estreno.  


Ahora sí que sí, se acaba el año. Y me encanta despedirlo con pantalón de pana y mis botas de Asturias. Sin maquillaje (el rouge rojo no cuenta), sin demasiadas cicatrices, con algunas certezas sumadas a las que ya fueron y con esa sensación desahogada de formar parte del mundo, de un mundo disfrutón y díscolo, espontáneo y amoroso que es mi Familia. Lo único que de verdad de verdad envidiaría si no formara parte de ella. Lo que explica que uno pueda celebrar el fin de año en este lugar salvaje sin demasiados cupones para formar parte del mapa. De ningún mapa. Pero es nuestro reino.