Escribo mientras una polilla gigante me sobrevuela. En realidad, podría ser un vampiro agazapado, así que la miro de reojo con la esperanza de que entienda que aquí no se le ha perdido cada y que este cuello no admite mordiscos de insectos oportunistas y madrugadores.

La culpa la tiene el Telediario, que lleva hablando de la plaga de polillas dos días. Los cambios del clima han propiciado que este bicho miserable entrara a saco en la ciudad y se hiciera fuerte en las cortinas, las macetas y los cuartos de planchar. La visión de un insecto siempre nos sobresalta, aunque nos juren que es inofensivo. La polilla, con su aleteo torpe y arbitrario, es un Macguffin. Un “elemento de suspense que hace que los personajes avancen en la trama, pero que no tiene relevancia en la misma“.

O sea, que entre titulares de jueces descontentos, corruptos con saneadas cuentas en Suiza, estrellas del fútbol olvidadizas con el fisco y evidencias de guerra química en Siria  se nos han colado estos lepidópteros saprófagos para distraernos de la trama en la que vivimos y avanzar así por la canícula de un verano que por fin ha venido a instalarse entre nosotros.

Bien mirado, la estrategia del Macguffin es vulgar y recurrente. Aunque la patentara Hitchcock, Minichuki la usa en casa desde que sabe hablar. Cada vez que voy a regañarla por algo, se descuelga con bichos, frases de oropel y distracciones varias que serían trucos de mago viejo si ella no tuviera sólo diez años. Tiempo en el que ha aprendido de sobra que un Macguffin te puede salvar la vida. Porque te permite mirar hacia otra parte cuando el único paisaje ante tus ojos es un estercolero que apesta. Una visión tan mortífera como la del tráfico en Dakar. Ciudad que me provoca pesadillas desde aquella vez que, rumbo a su aeropuerto, atravesamos el infierno de Dante con todos sus círculos. Y era grasa, alquitrán negro, voces en grito, turbamultas desdentadas y todo el apocalipsis concentrado en un tramo de apenas tres kilómetros.

Miro a esa polilla que me sobrevuela y la bendigo. Has venido a darme tregua, ahora lo sé. No pienso matarte, ni siquiera hacerte prisionera para calmar la voracidad de la iguana de U., como me encargó ayer: “la coges con cuidado y la metes en un bote. Es un manjar para mi Nicole Kidman“. Espero que te instales muchos días y me tengas prendida de tus alas, reverenciado ese vuelo hipnótico que me impide pensar en cosas feas y sentir los arañazos de esa trama agridulce que es la vida.

 «La palabra procede del music-hall. Van dos hombres en un tren
y uno de ellos le dice al otro “¿Qué es ese paquete que hay en el
maletero que tiene sobre su cabeza?”. El otro contesta: “Ah, eso es un
McGuffin”. El primero insiste: “¿Qué es un McGuffin?”, y su compañero de
viaje le responde: “Un MacGuffin es un aparato para cazar leones en los
Adirondacks”. “Pero si en los Adirondacks no hay leones”, le espeta el
primer hombre. “Entonces eso de ahí no es un MacGuffin”, le responde el
otro.1