“El portero está pensando hacia qué esquina va a lanzar el otro el balón -dijo Bloch-. Si conoce al jugador, sabrá cuál es la esquina que elige normalmente. Pero generalmente el jugador que lanza el penalty cuenta también con que el portero está haciendo estas o aquellas conjeturas. Así que el portero sigue reflexionando, y llega a la conclusión de que esta vez el tiro irá dirigido a la otra esquina. ¿Pero qué ocurre si el jugador continúa reflexionando también, y decide dirigir el tiro a la esquina acostumbrada? Etcétera, etcétera”. Peter Handke. El miedo del portero al penalty.

Siempre que leo  este párrafo del relato de Handke pienso en el juego de “Piedra, papel, tijera”, al que he dedicado horas de alta intensidad donde terminaba con los nervios destrozados pero muerta de risa. El juego, aparentemente inocente, se basa en la anticipación de lo que hará el contricante y te convierte en un portero a la espera del penalty o en un lanzador comprometido. Esos segundos agónicos que decidirán la suerte de un partido.

Las relaciones humanas, me parece, tienen mucho de piedra, papel o tijera. Y mucho de fútbol. Puede que por eso ese deporte que me la refanfinfla arrastre a las masas, convencidas de que asisten a un espectáculo cuando lo que en realidad contemplan en una clase magistral de reacciones y reflejos. Regates, engaños, simulaciones y todo tipo de maniobras para distraer y colocarse a tiro de portero. Entiendo que hay una liturgia detras del vocerío desgañitado de la grada, pero sigue provocándome cierta animadversión. Porque la realidad es que cuando veo un partido, una final reseñable en un Mundial (ese fue el último) me desato como la que más y siento la furia y la pasión devorándome el hígado. Soy una de ellos.

Peter Handke

Ayer en una reunión de trabajo con dos compañeras alguna dudaba si la liga de fútbol había empezado ya. También de si Falcao era del Atlético de Madrid o se había incorporado al ¿Mónaco? y, atención, de si Iniesta es del Madrid o del Barcelona. Mis contertulias, lo juro, son mujeres sobradamente inteligentes y capaces de analizar los gestos del lanzador de cualquier penalty antes de tirarse a recibir el balón. El nombre el ejecutor es lo de menos, pensarán.

Una reunión es un terreno de juego donde nadie dice exactamente lo que piensa y donde el gol sólo se celebra a la salida. Hay un tiempo de calentamiento, algunas piruetas arriba o abajo, tres o cuatro jugadas broncas y un remate a puerta que a veces pilla al portero mirando a Cuenca. El resultado de manual se llama “ganar-ganar”. Esa fórmula que evita la humillación y hace, oh magia, que los dos equipos vuelvan a casa con la sensación de haber ganado. O más bien de no haber perdido.

Cuando vas cumpliendo años entiendes que humillar está muy feo. Que hay que ser generoso y conceder al otro el beneficio de una retirada digna, aunque sea cojo y ensangrentado. Saberse ganador es aprender a celebrar las victorias con los tuyos, sin armar ruido ni abrir la botella de champán hasta el momento preciso. Sin dejar de pensar en la soledad desoladora de ese portero al que le acabas de encajar un penalty.

Porque a veces el portero eres tú y te la meten por la escuadra o, aún peor, entre las piernas.

Detrás de un futbolista, de un portero, hay un psicólogo avezado. Eso he aprendido con la ayuda de Peter Handke. Un estímulo más para chuparme sábados de patio y padres en el colegio de Minichuki, mi flamante futbolista a la que pienso animar como si no hubiera un mañana. Como si la vida fuera un eterno tiro a penalty o una partida de piedra, papel, tijera que no acaba nunca y te enseña algo más importante que el triunfo o la derrota.

Te enseña cómo eres tú.