Mi querida Big-Bang,

Cuando una pareja deja de llamarse por el nombre es que el sexo ha desaparecido de sus vidas. Pero cuando una pareja se sienta en el mismo lado de una mesa, escorado él hacia un lado y sin cruzar palabra, es que ya han entrado en coma. Si encima esto tiene lugar en un restaurante japonés, donde los platos se comparten y los palillos son potenciales armas de destrucción, hay que entonar un réquiem y llamar al camarero para que recoja los restos humanos disueltos en pez mantequilla.

Naturalmente, mi teoría no tiene nada de científica. Pero anoche, una vez más, el desvelo social me condujo a la cultura y, dos gin tonics mediante, terminé observando a una pareja de maduritos con sashimi que se ignoraban con tal olímpico desdén que J. prefirió concentrarse en mirarlos que en darme conversación. Como me sigue llamando por el nombre, le dejé hacer. Eso, sí, le dije, o retransmites la jugada o me piro.

Cuando una pareja prefiere mirar la devastación de otra a sus propias inmundicias, es que todo va bien. Diríase que la preja que escruta unida, permanece unida. Si encima tú pides el plato equivocado y él el más apetecible, y no hace muecas cuando tus palillos sobrevuelan su atún rojo, las probabilidades de éxito se disparan. Ellos, los maduros chungos, andaban distraídos cuando J. me retransmitió: “Ahora llega la hija con su marido. El clásico repeinado aparente con el culo ancho que no sabe que la gomina se agotó como recurso en los noventa”. Y sí, allí estaban los GEOs que iban a rescatar a los maduros de una batalla campal con mucha soja.

Nuestro trabajo de espionaje acababa de comenzar, pero mi sopa miso se había terminado, y los segundos tiritaban en sus platos. Había que buscar una coartada para seguir estudiando la decrepitud del amor. Un sake, y otro, y un tercero. Añadiré que la observación en pareja borrachos es aún más apasionante. A lo que ves, a lo que imaginas, se unen las visiones. Una suerte de delirium tremens donde te entra la risa floja y consigues que tus espiados se den la vuelta y, por fin, tengan un tema de conversación: ¿qué hacen la de las mechas y el melenitas luchando con los palillos como Luke Skywalker y Dar Vader en la batalla final?

Huelga decir que aquello terminó como el rosario de la aurora. Los guays -nosotros- salimos tropezando por el pasillo sin dejar de mirar al cuarteto, que nos criticaba, relajados por fin al tener un tema en común y una misión en la vida.

Y entonces él se volvió hacia ella y la llamó Pilar.