Me rodea un grupo de hombres y mujeres de cuarenta años y más que se siguen planteando las cuestiones vitales de los treinta: Qué quiero ser profesionalmente, a quién debo amar, ¿es el momento de tener un hijo? ¿compro o alquilo? ¿este amigo me conviene? o ¿me sienta mejor el tinte rubio o el caoba oscuro?

Asumo que los contadores de la vida se ponen a cero de cuando en cuando. Y sin embargo a los cuarenta se supone que algunas variables de la ecuación deberían estar despejadas. Este peterpanismo crónico rejuvenece pero se lo cobra caro. Genera desazón, quema energía y nos condena a vagar con rumbos desnortados como a los protagonistas de The Walking Dead, con el dedo siempre apoyado en el gatillo por lo que pueda venir.

Mi amiga C. comentaba el otro día que se quiere ir de España, a donde sea, reinventarse, pensar en otro idioma. “Pero tengo un nivel de inglés de hacer camas”. Mi querida L. quiere ser madre pero la ciencia es vengativa y tiñosa y se resiste a doblegar una naturaleza que intuye que los tiempos de procreación ya pasaron. J. siente que su trabajo lo suspende en un vacío desazonante, que tendría que huir cual guerrillero por la selva y abrir nuevas rutas. Pero quién deja hoy un empleo estable y un sueldo consolidado. S. pilló el otro día a la novia de su hijo adolescente en la ducha (con su hijo) y se le cayeron los palos del sombrajo porque se vio mayor frente a un niño que había dejado de serlo, y P. anda llorando por los rincones porque en tiempos de tempestad descarta siempre al corazón. Y esto en el póker debe ser un desatino.

No sé qué  es ser adulto. Ignoro cómo se llega a ese estado de equilibrio aunque sea precario en el que dos más dos empiezan a ser cuatro. La madurez convencional se me antoja prima hermana de la costumbre, de la resignación, de la anestesia. Puede que la crisis de los cuarenta sea esa batalla de Harold Lloyd colgado del reloj, no por retrasar las horas sino por evitar caer en el vacío.

Los peterpanes de cuarenta tendemos a burlarnos del estato quo. Nos defendemos como leones y hacemos sangre de las costumbres acordes con la edad. Ayer una encantadora coetánea, profesional brillante, me dijo que lo mejor que había hecho en su vida era ser madre. “¿Tú también, no?“. Respondí como un aspid en cesto de Cleopatra: “Pues no, ser madre es unos polvos y mucho sacrificio. Adoro a mis chukis pero no son lo que me define como mujer, lo siento”. Se quedó de piedra. Me sorprendí de mi violencia. Tendré que hacérmelo mirar.

De modo que convoco  a un congreso mundial de cuarentones que acaban de caer en la casilla que los condena a volver al inico de la partida en el juego de la oca. Pongamos en común nuestras certezas, compartamos los suelos móviles que nos condenan al vértigo y a la excitación. Viajemos a Ítaca.

Los artistas brillantes destruyen su obra muchas veces hasta alcanzar el éxtasis. Lo malo es que a veces el éxtasis no llega nunca. De oca a oca…