Mi querida Big-Bang:

Cuando un personaje está bien construido en una novela, en una serie de televisión, sabes qué tiene su nevera, cuántas multas de tráfico acumula, cómo se comporta en la cama y, desde luego, a qué huele. Sin que te lo muestren, claro. Así, un fanfarrón millonario que en pelotas se queda en nada fijo que lleva un perfume invasivo, que se echa generosamente por las mañanas, mientras hace muecas frente al espejo. Será una de esas fragancias con mucha madera y un toque de cuero. Y pobre de ti como coincidas con él en un ascensor.

A medida que pierdo vista mi olfato gana la batalla. Con los años he ido desarrollando prevención contra las personas que vuelcan el bote de colonia antes de salir de casa. Sobre todo esas que parecen no filtrar el olor original con la piel. Que te lo brindan en bruto. Es parecido a que te hablen a gritos, o demasiado cerca.

El primer olor en frasco que recuerdo era Joya. Un perfume que tenía mi abuela materna en el cuarto de baño y que se mezclaba con el de las pastillas contra las polillas sin que ninguno mandara sobre otro. En casa éramos más de Lavanda Puig en bote tamaño familia numerosa, y mi padre se echaba la que le caía por Reyes o por el día del padre: Brummell o algunas de esas que huelen a machote. El primer chico que me besó -sin lengua- era muy limpio, tenía una moto maltrecha, un pelo negro y sedoso, como de indio sioux y se echaba el perfume de su madre. A nadie parecía llamarle la atención y yo nunca le pregunté por qué olía a señora sofisticada. Me encantaba y ya estaba.

Mi primer gran jefe nos atrofiaba la pituitaria con su olor. Se había creído el anuncio ese de “vuelve el hombre”, y volvía cada mañana con un halo de sí mismo alrededor con el que marcaba el territorio hasta bien entrada la tarde. Al llegar a casa había que ducharse para eliminar los restos de su maltrecha autoridad. Algo parecido a lo que les pasa a los pescaderos o a los que trabajan en Valdemingómez, ese vertedero hipermoderno de la capital donde la alta tecnología ha conseguido aislar todo menos el olor a mierda. Con perdón.

Si te digo la lista de los perfumes que atesoro me diagnosticarás de inconsistencia, duda metódica y personalidad múltiple. Los lunes tiro de Essence, de Narciso Rodríguez. Los martes, Soir de Lune de Sisley. Hay miércoles que la elegida es Paris, de Saint Laurent. Si el jueves amanece lluvioso, toca Gold, de Elisabeth Arden, o Chance, de Chanel. Para disfrazarme de mujer fatal no me fallan mis Juicy Couture y en fin de semana son las finas hierbas de Bulgari o Hermes. Si la noche pinta prometedora, es el turno de Chloe. Y así no hay quien se defina.

Te dejo, que debo elegir a qué oleré hoy. Dado que es Semana de pasión, debería llevar toques de incienso que, diluidos por la lluvia, me dejarán prevacacional y lista para disfrutar de esas novelas y esas series de televisión que detengo para imaginar a qué huele el personaje. Paranoica, sí, llámalo así.

P.D. Acabo de saberlo. Hoy me siento Ydille, de Guerlain.