P { margin-bottom: 0.21cm;“Pecio es una palabra destrozada,
contrahecha
Leyendo ayer la entrevista de Babelia a Rafael Sánchez Ferlosio pensé que es una pena que la muerte les
ronde a algunos con tanta lucidez sobre la vida. Hay quien muere sin
llegar a apenas dos o tres certezas, y hay quien completa el puzzle y
lo explica con palabras que no se lleva el viento. Y, repito, es una
pena.
No es que quiera matar a Ferlosio,
desparramado de barba de dos días, y lúcido a sus 87 años, es que
me impresiona que un autor que estudié en el colegio y en la
universidad siga hablando de literatura y diga cosas como “Yo no
retoco nada. Que vayan con Dios los libros
”. Si a los 15 años me
hubieran dicho que el autor de El Jarama o Alfanhuí alumbraría
sentencias como las que leí ayer, hubiera devorado ambos libros en
lugar de considerarlos una carga necesaria para aprobar. O no, porque
hasta para apreciar unas palabras hay que haber hecho algo con tu
vida y eso son años. Algunos, nunca.
De manera que uno se puede despedir del
mundo sin haber entendido nada. Sobrevolando apenas la superficie de
los días y escuchando a bobos con suerte vomitar proclamas políticas
que soplas y se dispersan como pavesas de un libro ardiendo. Y está
bien que sea así porque si no la humanidad sería un ejército de
intensos difíciles de digerir. Y eso me lleva al titular de
Ferlosio: “La profundidad es un invento”.
Pero él se ha decantado por los
pecios, por los restos del naufragio. Por lo que queda cuando el
tiempo hace de las suyas con el hundimiento. Las conchas enredadas,
las algas devorando el óxido del casco. Las promesas de amor mal
entendidas.
Y lo digo mientras la vista se me pierde en el mar y en
algunas plataformas petrolíferas que convierten el horizonte en una
película en blanco y negro a punto de arder como esa plata que el
sol convierte en llamas y es Nerón.
Rafael Sánchez Ferlosio
Me gustan las palabras destrozadas,
contrahechas, reversibles, elocuentes, intercambiables, bifrontes,
asimétricas. ¿Profanas?
“Las palabras sagradas no están ahí
para ser comprendidas, sino obedecidas. Las palabras tienen que ser
profanas. Deben tener un agujero”.
Me apunto, señor Ferlosio, a buscar
términos con agujeros, barcos a punto de naufragio, diamantes en
bruto o semibruto, estelas desmayadas de avión que surca el aire y hombres que han aprendido y no
se conforman.
Entiendo, ya lo entendí, que el
dogmatismo es una tapadera para inseguros. Que el retoque mató las
carnes de las diosas y las hizo de plástico. Que asumir el cuerpo es
una victoria sin paliativos. Y, ya de paso, me planteo pensar por qué
los viejos de esta isla van en bragas a la playa. Aireando sus
miserias con desparpajo rayano en desesperación. Sin atisbo de
ideales estéticos. Desafiando las olas con sus pellejos caídos.
Como pecios abatidos por una marea díscola. Entregados al yodo y a
la
s algas. A un paso de morir y ser devorados por las medusas con
cresta rosa llamadas aguavivas.
Y lamento no recordar las industrias y
andanzas de Alfanhuí, pero este Ferlosio viejo, pero jamás vencido,
me resulta coqueto y fascinante. Un agujero en un tornado de
palabras, los pelos disparados, las manchas en la cara y unos ojos
que interpelan a bobos y a pequeños. Si todo está en los libros
¿qué haceís con vuestras vidas?
“Un tópico verbal se refiere a una
mentalidad. La alegría no puede ir sola y tiene que ser sana. Hay un
sustrato moral.
Esas tres están elaboradas para los pobres por la
clase ociosa, como la llamaba Veblen. Son un programa pedagógico
para los infelices”.
Benditos sean los infelices. Sólo si
permanecen inconscientes. Así lo veo yo, admirado Rafael. Con insana
alegría. Voraz. Envuelta en agua. Renacida.