Peco, luego existo.

Me gustan los pecadores de libro, quizás por todo el esfuerzo que pusieron mis monjas en caracterizarlos con rasgos más sexys que los de los buenos. En realidad, me gustan más los que pecan de obra que de omisión. No hay mayor aglutinante de rencor que sentir el deseo de pecar y contenerse. De ahí al cilicio hay un paso.

El pecador omnisciente es otra cosa. Su voz salpica millones de minúsculas dosis de mal pero él apenas se moja, como el narrador de una novela del XIX. Se asemeja al Capitán Araña en que lleva a las tropas al terreno de batalla, las arenga y mira desde su pedestal cómo son descuartizadas. Si me pongo parabólica diría que el reino del omnisciente se parece al de ese hombre que envió a sus hijos al Infierno de Dante y se quedó esperándolos amorosamente en su palacio de hielo. No, no busquen la parábola en el Antiguo Testamento. No existe, pero se parece mucho a esas otras que nos contaban en el cole y que me hacían pensar en la relatividad de la bondad y del mal.

Ser la buena oficial de la clase no estaba bien visto, como tampoco lo está ser el político más limpio o el intelectual más equidistante. La vida se parece -vuelvo a ponerme parabólica- a una competición de pesos y contrapesos donde el punto canalla también puntúa, ma non troppo. Dicho esto, suelo desconfiar de los malos y, aún más, de la gente que se rodea de ellos. El problema es que no tengo demasiado claro quiénes son los buenos y eso me coloca en una tela de araña frágil donde avanzo en desequilibrio y con temor a ser engullida por una tarántula.

Naturalmente, el sacramento de la confesión siempre me ha creado conflictos morales: ¿y si ese tipo vestido de negro es peor que yo, seré perdonada igualmente? De niña pensaba en mis fantasías que debería haber un quid pro quo: el cura contaría primero sus pecados y yo valoraría si eran peores que los míos, en cuyo caso abriría la celosía que nos separaba y le diría: “ciao, bambino”.

Me gusta cuando pecas, porque estás como ausente… Adoro al John Malkovich de “Las amistades peligrosas” y al Viggo Mortensen de “Promesas del Este”. Me fascinan las ambigüedades morales cuando están talladas con sutileza, no los burdos malotes que ejercen de tales en los partidos políticos. Y, a los que temo por encima de todo, es a los tontos perversos. A los banqueros, a los trileros, a los hackers, a los prevaricadores y a quienes se venden por dos trajes de mierda, con perdón. ¡Qué no harían por un islote privado!

Padre, he pecado contra los dioses de la literatura y contra ti. Leo el Cuore, lloro por el posible cierre del diario Público, me aburre Vila Matas y tengo prejuicios contra la de “El Tiempo entre costuras”. Merezco ser castigada sin mi dosis de cafeína y sin el sol frío de invierno sobre mi piel. Hágase en mí según tu palabra.

Pero tus pecados, primero, sobre la mesa.