Cuando no sé qué hacer con las manos fabrico acericos, coloreo cada triángulo de un color y escribo palabras al azar. La papiroflexia se inventó para que las niñas en el patio del colegio soñaran con Juan, Carlos o Ignacio en lugar de echarse en sus brazos. Pero si una monja te pillaba jugando con aquel papel plegado en la cajonera de la mesa, tenías arresto de pasillo garantizado. ¿En qué quedábamos?

Con la rabia del castigo, cambiamos los nombres de chicos por insultos, que ingenuamente considerábamos palabrotas: “imbécil”, “idiota”, “subnormal” y -este era el peor- “aborto”. Que te llamaran aborto era mucho peor que puta. Dónde iba a parar. Y más entre los muros de villamonjas, un lugar de pureza donde el pecado no debía tener oxígeno para brotar ni mucho menos desarrollarse. Mientras nuestros dedos estuvieran ocupados en aquel simple trozo de papel coloreado, en la aritmética de llegar a una palabra, el mundo sería un lugar cálido y seguro.

Años después mi hermana y yo pasamos un par de veranos en el campo de trabajo de una prisión de provincias. Recuerdo los muros, los alabres con pinchos inspiración Alcatraz y esas mujeres de uniforme que cuando entramos nos miraban con suma desconfianza. “No podéis darles nada, salir con ellas de esta habitación y mucho menos escribir vuestra dirección”, nos advirtió la funcionaria el primer día como quien te da las instrucciones para tratar gremlins. Y con cierto susto en el cuerpo pasó la primera tarde, lenta e incógnita, entre reclusas con bíceps de doblaban el perímetro de mis muslos y que tenían los dientes marrones, como carcomidos.

-Debe doler mucho esa caries, ¿no?, le pregunté a una que se llamaba Rosa, morena, fornida y con rizos, que se echó a reír ante la ingenuidad de una niñata que poco o nada sabía de las drogas duras (ni de las blandas). “Lo mío son los acericos, ya sabes”, estuve a punto de decir cuando todo el grupo secundó la carcajada. Entendí lo protegida que había estado no sólo en el patio del colegio sino en esos otros patios imaginarios donde el peor mal era que te llamaran “aborto”.

Cuando estoy en una encrucijada dibujo compulsivamente los márgenes de los cuadernos. Creo que toda mi vida he llevado la desazón al papel y acumulo tantos acericos mentales que podría presentarme a un concurso en Kyoto, por decir algo. Las manos ocupadas relajan la presión de las malas ideas. Los pesares sometidos a la precisión de un pliegue exacto se aligeran. Así se lo mostré a Rosa, a la Mora, a la gitana que robaba sin decir jamás esa palabra. Y las tardes pasaban con los dedos inmersos en oficios pequeños, y mi hermana y yo sentíamos que habíamos saltado la verja segura de nuestro mundo de color y que ahí fuera pasaban cosas clasificadas “para adultos” en un territorio comanche donde hacía mucho viento y donde los dientes ennegrecían de desesperación.

Pero el miedo era menos menos con el acerico entre las manos. Y si lo nombrabas con palabras y contabas del uno al ocho, hasta abrir el triángulo azul, o el amarillo, desaparecía por un rato. Como los malos pensamientos.