Palmira

La peor venganza es el olvido. Asesinar el recuerdo. La destrucción. El silencio roto por el crepitar del fuego y el polvo disolviéndose lentamente en el aire. La imagen del después que escupe un satélite acostumbrado a no estremecerse con la muerte ni con nada.

Devastación, catástrofe, exterminio.

No he estado en Palmira, cómo lo lamento, pero su nombre siempre me ha parecido evocador, igual que Alejandría o Positano. Hay lugares que encierran un destino. Tu mapa del tesoro. Aquel que los destruye mata mucho más que unas ruinas de belleza sobrecogedora. Mata la fantasía del quizás, la posibilidad de una conquista, el hallazgo al final de un desfiladero. Ese enmudecimiento repentino. Mata el asombro y la inspiración de los poetas. Nos mata a todos de pronto.

(La violencia del no te toco a ti, pero destruiré aquello que amas. Pongamos a salvo la memoria. Las mujeres, los niños, los ancianos y… los recuerdos primero).

Llevo días arrojando trastos viejos a la hoguera. Ropa que no me pondré ya nunca más, libros sin fuste, adornos que no adornan sino entorpecen la vista en el salón. Detesto los adornos, el concepto mismo de adorno, los cultivo cuando me siento redundante, los mando a freír puñetas. Me preparo para el regreso de las Chukis con una catarsis que se parece mucho a un incencio controlado. Luego me siento a ver el Telediario, exhausta, y es el Apocalipsis. Palmira, las concertinas para evitar que refugiados e inmigrantes salten al paraíso (paraísos de mierda), crímenes en pareja, corruptelas políticas, yihadismo en un tren. Me asfixio de realidad contada con esa chaqueta verde estridente de anoche. De luto riguroso, nena, nadie va a un funeral con el pantone del recreo del colegio. Un poco de respeto.

Positano

Pondrán más controles, nos anuncian. Haremos cola para entrar en un tren, en cualquier tren que cruce una frontera; nuestros bultos sometidos al mordaz escrutinio de los rayos X. Los deshauciados van a pie, las plantas destrozadas de uno de ellos parecían la de un primate después de horas descalzo a la deriva. Más duro que Palmira, mucho más.

Mi tolerancia a la violencia mengua con los días. Tengo los jugos gástricos revueltos. El primer violento es el padre o la madre que pega a su hijo. Ahí comienza todo. El hombre que grita a su mujer, la mujer que humilla y corre a la iglesia, que ya suenan las campanas. El sarcasmo.  Mejor destruir los recuerdos, para que nada quede. Rescoldos y cenizas.

Valla antiinmigrantes en Hungría

Decido que, sin falta, Positano. Me siento amalfitana. Positano fuera de temporada de turistas. Sola o acompañada. Antes de que alguien destruya mi fantasía del amor que es esa carretera en puras curvas que muere a la orilla de Tirreno. Un hotel con terraza recoleta, lectura reposada y un paseo. Bebería Martini, debo empezar a ensayar esta bebida que es la que corresponde a mi deseo. Pero antes será San Sebastián, y París, y puede que otro Oporto. Y guardaré los recuerdos con coordenadas muy precisas que no ocupan ni cogen polvo en una estantería. Que no puede destrozar ninguna bomba ni ser olisqueada por satélites. Esos fisgones gélidos.

“Positano bites deep, it is a dream place that isn’t quite real when
you are there and becomes beckoningly real after you have gone” (John Steinbeck).