Mi nueva profesora de narrativa aún no me ha dado una sola clase de narrativa, pero sí un consejo que no es un cuento chino: “paga por leer a tu adolescente. La buena literatura hará el resto”.

Yo soy de esas ingenuas inflexibles que les dicen a sus chukis que tienen que hacer las cosas porque sí, arrastradas por la curiosidad y blablabla. Pero en casa el dinero siempre se consideró un tema de mal gusto, y que recuerde nunca me pagaron por nada que no fuera extramuros, como hacer de canguro en casa ajena.

Y en esto que se me ocurrió tener una chuki, y luego otra, y pasé como el Quijote las noches en vela suplicando que leyeran Salgari o Julio Verne, Bran Stoker, las Bronte, Jane Austin… sin éxito. A los quince siempre te gana la batalla un tipo apellidado Moccia que vende romanticismo barato y finisecular a las hordas de menos de 18 y que, no satisfecho con arrastrarlas por el lodo más rosa y edulcorado que el algodón de feria, las insta a poner candado en los puentes de las ciudades más bellas para probar a los lampiños de sus novietes que su amor es eterno y prisionero. Un drama.

Sobresaltada por criar en casa a una madame Bovary de polígono industrial dispuesta a buscar un puente en este Madrid de plazas y callejones, consulté a mi profe y salí con el mantra de las lecturas de pago: “Cada libro valdrá una cantidad según el número de páginas, y esa norma es sagrada. A más grosor, más paga”.

Y sí, funciona. Lleva tres en una semana. Se sienta, lee y calcula. Yo observo cómo al principio compone uno de esos mohínes de asco y diletancia tan de su tiempo, pero a medida que pasan las páginas se abstrae, es atrapada por las líneas. Imagina a los amigos de “Reencuentro”, de Ulhman, llora con el dolor del viudo de “Una pena en observación”, de C.S Lewis y no se acuesta sin saber quién es el asesino de los “Diez Negritos”, de Agatha Christie. Cuando termina, sala de un trance y, eso sí, estira la mano para coger el billete, como las chicas de una barra americana. Pero para entonces ya se ha olvidado de los candados y de entregar su alma a un diablo con acné como meta vital.

Entonces llega minichuki, lectora sin empujes, y manifiesta que quiere entrar en el negocio. “¿Cuánto me pagas si me leo la Biblia entera?”, dice señalando con sus dedillos el ejemplar en hoja de papel de fumar y más de 1000 páginas de la estantería. “Ummm, no sé….¿10 euros?”, respondo. Y ella que vale, agarra el tomo, busca un rincón del salón y saca una linterna de ruz roja para no tardar ni quince minutos en machacarnos en voz alta con el Génesis y etc, tronchada de la risa por lo que allí se cuenta.

-Mamá, esto es imposible. ¿Cómo va a vivir una mujer 600 años y encima tener hijos? Este libro es mentiroso, no me lo creo. Pero moooooola!

Pero diez euros bien valen un Apocalipsis y un Deuteronomio. Vive dios. Y, aún no sé por qué, cada vez que se sienta a ganarse su premio desenfunda la linternita roja de la incredulidad.

La buena literatura cuesta, como la fama. Pues habrá que pagar y dejarse de escrúpulos.

Nota: Y los padres de adolescentes que leen a Moccia sírvanse de castigarlos recuperando los candados de los ardores efímeros. Las ciudades no tienen la culpa de los vaivenes hormonales.