Ayer en el Telediario celebraban los 50 años de Serrat como cantante y lo vi viejo, muy viejo. Les confesé a las chukis que cuando yo era teenager solía ir a sus conciertos en la Plaza de Toros de las Ventas, y también a los de Joaquín Sabina, Pablo Milanés, Silvio Rodríguez  y a alguno de Mecano (aunque me parecían unos posturitas). Rod Steward era mi fetiche rubio de bote internacional pero, que yo sepa, no actuaba en España. También frecuentaba los programas de música clásica en el Teatro Real, y en estas ocasiones me ponía lo mejor de mi exiguo armario porque sentía que era como ir a misa pero con la certeza de que el espíritu santo se detendría entre las cuerdas del contrabajo o en el sonido dulce y embriagador del oboe, ese instrumento que amo.

O sea, que no fui precisamente una moderna. No llevé pegatinas de artistas malditos, no me hice la enteradilla en los corrillos de precursores de la universidad y, cuando mi novio teen empezó a frecuentar los Golpes Bajos y a disfrazarse de mod (o algo así, no recuerdo) todo terminó. Fue como si la música me hubiera puesto los cuernos (me los puso aquel chico y fueron como banderillas envenenadas) por ser más clásica que el portal de Belén. 

En la literatura, sin ambargo, resulté precoz. Leía con voracidad todo lo que caía en mis manos y era impresionable a Camus o Yourcenar (nada modernos, pero desconocidos para muchas de la clase). Pero eso pasaba inadvertido porque no iba aparejado a un uniforme. El desaliño de los intelectoguays no entraba en mis planes, y lo que escribía en sobres, papeles, servilletas, quedaba archivado en la papelera para nunca ver la luz.

Los padres de entonces no estaban atentos a estas evoluciones de los hijos. Bastante tenían con pagar los colegios privados de cinco y poner orden en una casa llena de ruidos. Hoy, los padres nos hemos pasado al otro polo y en cuanto un hijo se disfraza a diario, como Minichuki, pensamos que es un artista. Y puede que sólo sea una niña juguetona que postpone el momento de sentarse a hacer los deberes. O una Peter Pan que no quiere salir de Nunca Jamás. Y nos desvelamos por llegar en volandas a recogerla a su entrenamiento de los martes, porque nos encanta ver cómo finge que no le afecta en absoluto distinguir tras la valla del campo la figura entaconada de su madre. Y ellos, los niños, dan por hecho que un padre es alguien al servicio de su felicidad. Y se creen merecedores de este servicio.

O sea, que me parece que algo no va bien. Que puede que estemos educando pequeños tiranos sin capacidad de frustración. Y esto tampoco es moderno, ya lo siento. No es que me parezca que los padres de mi generación fueran perfectos en su distancia esforzada, es que nosotros somos ridículos en nuestra vigilancia obsesiva. Como si nos creyéramos capaces de llevarlos en brazos para que no pisen las inevitables brasas ardiendo del suelo que es la vida.

Conozco a padres que hacen cola para sacar entradas del concierto de algún grupo (mamarracho) pop para sus hijos. Se gastan en ellas lo que haga falta porque “la ocasión lo merece”. Y no es que me parezca mal, es que eso forma parte de un estilo que no me termina de convencer. Pero puede que fuera porque yo crecí en un cuartel. En un hogar con estricta disciplina donde todo había que ganárselo y tu madre no tenía ni idea de si estabas haciendo los deberes o torturando a tu Nancy (la Barbie monjil). Y si te frustrabas te tragabas tu frustración con las lentejas. Y la Fanta de Naranja del aperitivo era siempre para dos.

Y no nos ha ido tan mal, después de todo. Aunque no volvería a entonces y sí, me hubiera gustado que alguien, de vez en cuando, se hubiera percibido del pavor que me daban algunas brasas candentes en el suelo. O de que algunas de mis lecturas ocultas no eran apropiadas a mi edad. O de que Bach era ya mi favorito y de que un día, demasiado pronto, me rompieron el corazón y me tuve que tragar las lentejas ese día tapándome la nariz porque en el cuartel las normas eran sagradas e inamovibles.

Y no me fue, nos fue tan mal después de todo. Y sonaba Serrat, que entonces ya era un señor y ahora es casi anciano. “Y yo ya soy una señora”, les confesé anoche a las chukis frente al Telediario.

“De eso nada, mami, que tú eres muy joven y muy guapa”, me dijo Peter Pan. Y me alegré infinito de haber llegado a tiempo a recogerla tras el entrenamiento.