Ayer Pablo Iglesias II amenazaba con fijar un salario máximo y el Papa Francisco I dejaba la puerta abierta al matrimonio para los curas. Me pareció que Bergoglio era mucho más moderno que el líder de Podemos, el partido asombro de las elecciones europeas. A Iglesias, imbuido del espíritu 15-M, le parece que hay que poner coto a los desmanes de las nóminas de algunos. Francisco entiende que hay desmanes bajo las sotanas que podrían dejar de ser con una pareja al lado.

“No es un dogma de fe”, reconoció el Papa a los periodistas que lo acompañaban a bordo del avión con el que surca el cielo para estar más cerca de su dios. Y Pablo Iglesias, hierático, la mirada perdida en un infinito indescifrable, exhibía dogmatismo por los cuatro costados y se negaba a celebrar su triunfo en un gesto más de postureo estratégico, sospecho, que de verdadera convicción de que sólo habrá victoria cuando PSOE y PP firmen su propio acta de defunción como partidos.

No tengo nada contra este chico. Ni a favor. No lo conozco y lo que ha conseguido es una hazaña cargada de simbolismo. Me encanta que propugne la jubilación a los 60 tanto como lo veo inviable, pero yo misma he trazado mi plan de jubilación y pienso cumplir los plazos aunque no lleve coleta y tenga que peregrinar a Roma y presentar mis respetos a Bergoglio, ese Papa que me gusta y contra el que no pienso arremeter para parecer más guay y más moderna. Como tampoco pienso alabar sin más al nuevo líder de la izquierda porque haya dado una gran lección a los paquidermos del bipartidismo y alrededores.

Eso sí, surgir en marzo y vencer en mayo invita mucho a la reflexión. Cuántas manos ansionas estaban deseando levantarse y migrar a paraísos frescos que admitan el pasaporte de la rebeldía. No creo que se trate de una victoria mediática, como se ha dicho, porque son muchos los tertulianos y pocos los elegidos. No he visto a Iglesias en la tele, pero lo veo en fotos y tiene un algo mesiánico que parece concitar el descontento, la desolación, el desarraigo, la lucha. Y si yo fuera caricaturista lo vestiría con una túnica y sandalias estilo Jesucristo y lo pondría a bramar a los mercaderes del templo.

Iglesias es un símbolo. Borrón y cuenta nueva. Ya está bien. Y Francisco es la acción del ya está bién en una iglesia soberbia y podrida de pecados. Los dos han venido a salvarnos, otra cosa es que nos lo creamos.

Siento cierta prevención contra los modernícolas. Los posturitas. Los he tenido muy cerca en una época de mi vida y me han parecido poco fiables. Más preocupados porque la camisa y la barba estuvieran en su sitio que por desarrollar la consistencia. Muy adictos al símbolo. A la última canción y al polvo de las librerías. Tan gregarios como un soldado maoísta convencido. Tan intolerantes con los distintos como el más fanático de los fieles de una secta. El moderno se ampara en la diferencia para sentirse un igual, pero con la coartada de un look molón y cierta falsa desgana estética que lo mismo le sirve para contonearse en un concierto que para merendar con su novia en un café librería de Triball.

Luego rascas y muchos se quedan en nada.

Veremos en qué se queda Pablo Iglesias II, ahora que empieza todo. Veremos si Francisco puede rasgar las vestiduras de los carcas e imponer la cordura entre los sacerdotes. Mejor que amen. Que lleguen a casa y tengan a alguien que los quiera, los comprenda, los abrace y los haga pensar en sus errores que no sea una encíclica. Y el que insista en seguir célibe, no problem. Seamos tolerantes con el sexo.

Y respecto al nuevo líder, preferiría que no pusiera techo a mi salario, si es posible. Jubilarse a los sesenta con un sueldo estrellado contra un techo de cristal no es la opción más motivante. Soñar es gratis. Prometer y no cumplir, suele pagarse. Que se lo digan a esos grandes partidos que han empezado a resquebrajarse sin remedio como enorme trasatlántico que chocara contra un enorme iceberg en medio de la tormenta.