Mi querida Big-Bang;

Me despierto lenta de movimientos. El último manifiesto contra la vulgaridad es papel mojado, pero una mañana de lluvia gris predispone para la reclusión forzosa y el pensamiento vago. O para decidir que si no muevo los muebles del salón o tiro la mitad de la ropa de mi armario entraré en un shock por sobredosis de ruido espacial y el no puente del Pilar será un desastre.

Tenías razón cuando me advertiste que cuando me diera por cambiarlo todo duplicara la dosis de Atarax. Necesito algo más que un cambio de estación para recuperar las 70 pulsaciones. Puedo cambiar de peluquera, de convicciones, de perfume o de sucursal bancaria, pero sospecho que seguiría desazonada y otoñal. Como el perro de Paulov, oigo llover y deseo echarme a la calle a empapar mis intenciones, pero una fuerza aún mayor me impulsa a tomar al asalto cajones y maleteros. ¿Qué hacer?

El día de mi boda le dio por llover. Los goterones taladraban un velo de tul convencional sobre la melena convencional de una novia decidida a ser convencional. El día que compré la última casa llovía tanto que tuve que pararme antes de llegar al notario. El coche no arrancó después. La casa fue mía, de milagro. El día que mi amiga M. nos convocó a una excursión por el río Purón fue el diluvio universal, y me dio un ataque de risa que sólo silencié atiborrándome del delicioso cocido montañés que nos había preparado. El día que fui a ver la función “Rain” de un circo llamado Eloize casi lloro ante la emoción de un espectáculo total, sin ruido ni artificios solares, que terminaba con una espesa cortina de lluvia sobre el escenario y nuestras almas sobrecogidas.

Convengamos que la lluvia no tiene nada de inocente. Decidamos mojarnos sin salir de casa o echarnos a las aceras a chapotear desafiando al otoño y sus cambios de humor adolescente. Y dupliquemos la dosis de sustancias, de café con leche humeante y de periódico con noticias pasadas por agua. Empapadas y sobresaltantes.