Las hijas de Edward Dayle Boit, Sargent

¿Cuándo fue la última vez que tuviste un pensamiento propio, una intuición no sujeta a las coordenadas mentales de otro? 

Llevo algunos días pensando en el asunto porque vivimos acostumbrados a subarrendar los pensamientos. Tomamos prestadas construcciones teóricas de otros, cuando no frases hechas como esa coletilla odiosa de “malo no, lo siguiente” que observo con horror que sobrevive al paso de los meses.

Hoy pienso que llevo años viendo amanecer, y esto no es nada original. Lo que lo hace único, por no repetido, es esa sensación de alborozo por la salida del sol, o el despunte de la luz en invierno, que a veces tira a rosa y a veces a naranja pasada por un velo de azul plomo que se rasga en un instante. No recuerdo dos amaneceres iguales desde que madrugo como un cartujo. Las nubes tienen pensamientos propios, eso está claro. De ahí que cada día se coloquen a su libre albedrío, y me procuren un paisaje urbano que no tiene nada de hostil, aunque de pronto, ya a eso de las siete, ruja a lo lejos el motor de un autobús.

Despertar es ganarle la partida a la muerte. Seguro que esto lo han pensado otros y, mucho peor aún, lo han escrito con tal  profusión de detalles que soy una vulgar copista, como esos que se afanan en las salas del museo del Prado delante de El Jardín de las Delicias o Las Meninas.

Nunca entendí que un pintor copiase a otro. Los ladrones de almas apenas llegan a vulgares imitadores. Nadie ve el mismo cielo desde su ventana, por eso cada despertar en la ocasión de sentirse único. Pero ahora se me ocurre que podría dividirse al ser humano entre originales y copias. La mayoría repetimos gestos y nos subimos al lomo de estructuras prefabricadas. En danza existe la figura del repetidor. Ese que vela porque cada movimiento de cada bailarín sea preciso y los más alejado posible de su estado de ánimo. Pura técnica.

La técnica es lo contrario a la emoción. Sin ella seríamos caballos desbocados, una jauría de sensaciones dispersas que explotan como tracas de fiesta popular. La guerra, el deshielo universal. El mundo necesita mentes frías que repitan y repitan, pero también manos que imaginen lo que nadie pensó antes, y le pongan palabras y lo pinten. La clásica división del artista y el gestor, pongamos.

La ironía es que el arte necesita quien lo cuente. Y quien lo explica raras veces es el artista, ocupado en congelar el instante, la intuición, en una forma, una palabra, sobre la que opinaremos todos.

Suelen irritarme las personas que aportan boicot a las ideas ajenas. Una reunión es un juego de roles donde a los artistas se les pone una venda, un bozal, una sordina. La censura pasada por el arco y las flechas del gestor. No hay peor castrador que el que cercena las ideas de otros. Y sin embargo están mejor pagados.

Así que mi pensamiento propio del día es muerte a los gestores y larga vida a los artistas. Pero como esta es una proclama revolucionaria demagógica,vulgar y recurrente, diré que me he propuesto apuntar cada día los contornos de la luz cuando vomita sobre el cielo. Y capturar cada pensamiento propio de mis hijas para hacerles un álbum y reglárselo el día que se sientan deudoras de otros.  Copistas, repetidoras. Fieras enjauladas que obedecen el gesto altivo de un domador.

Ser original es romper la jaula y jugártela en territorio hostil. Pasar frío, pasar calor, dormir al raso y ser incomprendido hasta que a veces, veinte o treinta años después, un gestor listo decide que aquella emoción desbocada era arte y le pone una etiqueta con su precio y arrasa en las subastas.

Y la gran consagración, el cénit de la gloria, es que otro vaya y copie. Qué ironía.