-Voy a indultar a tres peluches. Piénsate bien cuáles y me dices.

Hay un día en el que toda madre decide manu militari que ya está bien de ositos, perritos e hipopótamos. Que Minichuki, que no quiso un muñeco hasta cumplir los siete años, no puede llegar a la adolescencia con semejante arca de Noé. El perfecto nido de piojos y distracciones. Una ¿aversión a crecer? que debo consultarle a mi amiga F., psicóloga y experta en peterpanismos varios.

Pero Minichuki es un prodigio en el arte de negociar.

-¿Y podrían ser cuatro, mami? Lo digo porque así ponemos dos a un lado y dos al otro lado de la cama.
-Hum…Bueeeno. Que sean cuatro (y en ese instante recuerdas, en flashback, ese relato de Sodoma y Gomorra en el que Dios condena ambas ciudades del vicio a la destrucción, pero alguien le suplica que las salve si encuentra un número mínimo de almas buenas)

-Que dice Hermana que ella quiere quedarse a Osías, que fue el primero que tuvo. Así que ese no cuenta en los míos, ¿eh?
-De acuerdo, se lo paso a su habitación. Pero ya verás cómo lo esconde cuando vayan sus amigas.

El zulo de Minichuki es el cuarto más grande de la casa y se compone de tesoros putrefactos que la enana siempre oculta en cajas. Como si quisiera asegurarse que dentro de un millón de años, cuando alguien se tope con los restos de sus requisas domésticas, haya un ritual de sorpresa y tensión dramática al abrir cada estuche.

La querencia de mi hija pequeña por los envoltorios me da qué pensar. Ayer, haciendo limpieza, yo misma caí en la excitación de ir encontrando una caja de zapatos llena de balas de pistola de gomaespuma, con una americana negra y dos o tres corbatas de su padre que se pone para disfrazarse de espía o, en su versión atadas en la cabeza, de rapera deshinhibida. También había un viajo maletín con los goznes rotos donde convivían pistolas, coches y una espinillera de patinaje. Y, cerca, tres cajitas de pendientes con monedas, gomitas y algún cromo.

Debajo del sofá aparecieron Los Hollyster, Los Cinco y todas las pandillas juveniles con las que Enyd Blyton encandiló nuestra infancia, más una profusión de cables de Nintendo, teléfonos móviles descatalogados y cartas de distintas barajas. Todo esto sin encapsular. Pensé cuál sería la razón.

Y enseguida me convencí de que Minichuki padece un síndrome de Diógenes sin diagnosticar. Y que debo observarla muy de cerca, porque entre las cosas inútiles que guarda hay cajitas llenas de papeles con los nombres escritos de sus amigos del cole, a veces acompañados de números en un ránking ininteligible y ¿aleatorio? que debería dar a descifrar al Mossad. Y de repente sentí que estaba violando la sagrada intimidad de mi hija. Y, aún más, que no conozco del todo a esta niña que atesora objetos con un criterio propio y que sólo guarda en su sitio, delicadamente, las botas de fútbol con las que este año planea petarlo en una liga en la que sólo juegan chicos.

Y pensé que los peluches son los últimos resquicios de la infancia fugitiva. Y que su exterminio me viene de que los detesto desde que era niña. Y entonces indulté uno más, porque no es justo que los hijos paguen las fobias de sus madres. Tan desordenadas como ellos, tan Diógenes que el día que ponen orden en sus armarios lo que en realidad hacen es entrar con la excavadora y arrancarlo todo, en un rapto furioso que persigue abrir camino a codazos al vacío. Volver a construir, con otras piezas.

Y que si no indulto a mi hija y a sus manías caóticas no podré indultarme a mí misma.

Así que hoy, sin falta, debo poner orden en mis zapateros, en mis papeles y en mi vida. Y lo que indulte irá a parar a cajas con letreron bien visibles. Para que cuando lleguen los exploradores tras la próxima glaciación se dejen de interpretaciones disparatadas y escriban la historia desde sus orígenes.

“En el principio fueron los peluches y las madres petardas que hacían limpieza intempestiva cada agosto…”