Hay un tipo al que no conozco pero que me resulta profundamente antipático. Se llama Richard Vaughan y enseña inglés con un método-tortura que juraría que provoca ataques de ansiedad cuando no epilépticos. Estoy segura de que se aprende mucho a su lado, pero yo no podría mantener una conversación estresante con un borde sádico que sonríe sin ganas mientras te corrije con frío deleite y a una velocidad de Black Decker.

Anoche, no sé cómo, me vi leyendo una columna suya titulada “Esto sí que es vida” en el suplemento multimarca de El Mundo, con un español poco literario y un tono profundamente moralista. En un alegato del esfuerzo bastante naif y cercano a la fábula (la cigarra y la hormiga), criticaba a esos alumnos suyos que prefieren sentarse “con un fino y un pescaíto frito y fingir ser un despreocupado señorito que desprecia el trabajo”.

Por si no nos había quedado claro, repetía la imagen hasta tres veces, haciendo alarde de una insistencia icónica fruto, imagino, de su deformación profesional. Supongo que no tiene un profesor al lado para corregirle las repeticiones. O que ese profesor está en Andalucía atiborrándose de fino y bienmesabe mientras la vida pasa como el Guadalquivir y suenan Los del Río.

Porque no había que ser un lince para darse cuenta de que el vago por excelencia para el Vaughan es el señorito andaluz. Un tópico tan viejo como la historia. Y puede que mi animadversión hacia este señor nacido en Houston (Texas) se hubiera quedado ahí si no fuera porque yo acababa de ver la película “Ocho apellidos vascos”. Ese fenómeno de taquilla que va a salvarle el año al cine español y que parece ha soliviantado a los vascos por el desfile de lugares comunes y asuntos sensibles del norte vistos desde la mirada del sur. O sea, lo que hicieron los de “Bienvenidos al Norte”, la película francesa  que arrasó en taquilla, pero en versión cañí y con personajes mucho más esquemáticos, si se me permite.

Bienvenidos al Norte

Vaya por delante que me reí. A veces. Especialmente en las referencias al corte de pelo vasco porque siempre me he preguntado de dónde vienen esos estilismos de flequillo con hacha y melenilla sólo por la nuca que tanto frecuentan los oriundos de ese lugar  al que regreso por vacaciones de camino a Asturias y donde soy feliz. Pero lo que pensaba a lo pocos minutos de empezar la película era que los andaluces salen peor parados en esa parodia ramplona de su acento que el pobre Rovira compone como puede en su esquizofrénico cambio al tono “Patxi de Rentería levantador de piedras que te doy una hostia, hostia”. 

Ocho apellidos es simplona y eficaz (y  no pretende ser otra cosa). Karra Elejalde y Carmen Machi ponen oficio y algunas secuencias que superan de largo a las de la pareja de jóvenes protagonistas. Dani Rovira es un permanente monólogo del Club de la Comedia (y resulta que lo es de verdad) y Clara Lago está muy mona en braguitas y vestida, aunque insiste demasiado en su vis dura de abertxale sentimental.

Creo que Mr. Vaughan debería utilizar la película para alguna de sus clases o mejor aún en sus conferencias de coaching. Yo iría de alumna, y a cambio de sus desdeñosas correcciones le haría algún comentario en español cervantino de un párrafo de su columna elegido al azar: “Conozco el olor del azahar, el sabor de una hermosa mujer, el tacto del satén sobre la piel y el romántico reflejo lineal de la luna, grande y anaranjada, cuando, apenas asomándose sobre las serenas aguas del mar, inicia su recorrido por el firmamento”.

My dear Richard. Ser borde podría tener un pase, pero ser cursi y adoptar ese tono de postal con parejita de la mano plagado de topicazos, es innegociable. Para soportarlo tendría que ponerme de  fino o txacolí hasta las trancas. Con música de fondo de Los del Río.

No imagino una pesadilla peor.