Rafael Álvarez El Brujo

Calamaro corea desde la cocina “tengo abierto el minibar y cerrado el corazón” y yo grito con él. La vecina de las fajas marrón clarito grita por teléfono al patio y una corriente de hielo turbio y desesperanzado entra por la ventana.

Esta estampa costumbrista, diréis, no tiene mucho interés si no fuera porque yo debería estar en clase, pero me he pasado la noche pensando en El Brujo y no soy persona. Ayer, derrotada, me desplomé en el sofá y el Teletedio de la 1 me llevó a la 2. Esa cadena que nadie ve salvo cuando se lo preguntan en una encuesta. Pues bien, yo la veo, casi siempre en estampida. Y ayer había un programa cultural llamado #Imprescindibles que glosaba las industrias y andanzas de Rafaél Álvarez, el Brujo.

Una noche oscura con ansia de amores olvidados“, declamaba con ese cuerpecillo hecho a tortas y la pura expresividad en su meganariz, en su garganta.

Recordé, hace 25 años, cuando apenas sabía quién era -ni él ni yo misma-y me mandaron a hacerle una entrevista de repente, sin preaviso. Por entonces no existía san Google, ni Internet en las redacciones, y sí un departamento de documentación que hacía lo que podía y te facilitaba unas exiguas paginillas para prepararte. Yo deduje de sus fotos que el hombre era un triste, un perdedor, y que sin duda debía imprimir abundantes dosis de drama a todo lo que tocaba.

Fui a su casa. Tenía una mujer que era homeópata, creo, y se llamaba Irene. No era la primera, ni tampoco fue la última. El Brujo embrujaba a las señoras, y lo entiendo. Un feo se te olvida que lo es cuando abre la boca y te recita Shakespeare con todos los relieves de su alma.

Empecé a preguntar, titubeante, y él contestaba perplejo, cada vez más seguro de que yo no tenía ni idea de sus fundamentos. Creo que en un momento dado, sin enfadarse como sin duda yo merecía, me hizo ver que estaba muy equivocada. Que él hacía reír sobre las tablas. Recuerdo que mi rubor hizo saltar los quicios de la puerta. Nunca en toda mi vida profesional he pasado tanta vergüenza. Al final, comprensivo, y un punto socarrón, habló y habló como si mi entrevista tuviera sentido y creo que no salió mal del todo.

Otro me hubiera echado con cajas destempladas. Con toda la razón.

Anoche, envuelta en una manta y con cuerpo en virus me dejé sorprender otra vez por ese hombre, su cabeza de grano de maíz, el pelo alborotado en desbandada, ojos incandescentes y una voz vibrante y afinada como instrumento salido del oficio de un luthier enamorado.

Entre las azucenas olvidado“…recitaba. Y luego decía “el hambre de eternidad es el motor que mueve al mundo”. Y su cuerpecillo devoraba la pantalla, me devoraba a mí.

Contó que una vez se encerró en el monasterio de Silos a curarse un mal de amores. Y lo siguiente era él representando el Lazarillo delante de los monjes, en un atardecer envuelto en llamas. Con esas alpargatas tan viejas, remendadas, y ese jubón sudado de talento y de verdad.

De El Brujo, una vez pasada la vergüenza, quise saberlo todo. Dos o tres veces lo vi sobre las tablas. Lazarillo, San Francisco Juglar de Dios, el Evangelio de San Juan…Sublime, divertido, como un duende que saltaba y te incordiaba y hacía malabarismos con sus brazos, con sus rizos. Enma Cohen, en el programa de ayer, decía de él que era el compendio de “mucha soledad, mucha inteligencia y mucha entrega”. Me pareció una buena fórmula del éxito. De ese otro éxito.

Al final, contaba Rafaél que en una clase les dijo a los alumnos que pusieran “esa cara que se le pone a uno cuando le hablan las piedras“. Y la compuso, y era justo eso. Entonces un alumno le infirió: ¿Y cómo pongo esa cara si a mí las piedras no me hablan?

O te hablan las piedras o mejor te dedicas a otra cosa.

Y lo dijo con la misma serena parsimonia con la que me reprendió en su día. Responsable directo de que nunca jamás vaya a hacer preguntas a nadie sin saber quién es, cómo respira y cómo piensa. Cuántas mujeres u hombres ha tenido y, si puede ser, qué canta debajo de la ducha. Eso que nos ayuda a conocer a un personaje. Y a terminar de dibujarlo con preguntas.