¿No tiene motivos para estar agradecido a su mortífera viveza, a la claridad que le ha cegado, a la exacta y tensa aprehensión de la razón que le ha dejado sin razón, a la minuciosa y esforzada indagación de las ciencias que le ha conducido a la necedad, a la singular aptitud para los ejercicios del alma que le ha dejado sin ejercicio y sin alma?. Los Ensayos. Michel de Montaigne.

Es mi voluntad y mi deseo adoptar como gurú en adelante y durante 1.700 páginas/días a este galán del pensamiento. Lo nuestro serán encuentros breves y alocados. Un abrir el libro al azar, leer tres cuatro minutos, y cerrarlo. Casi una aventura, un polvo trepidante, un flirteo con el pensamiento de un hombre del siglo XVI que da en el clavo y continúa haciendo autopsias del alma en la era hipstérica.

A Montaigne, como a los hombres de palabra, conviene repasarlo porque a la primera a veces no lo pillas. Al menos las impacientes en busca de verdades pret a porter.  Hoy, diría, me aconseja poner en cuarentena la obsesión racional y dejarme ir. No sea que en el afán por convertir intuiciones en principios matemáticos demostrables se nos vaya la juventud.  El elogio del impulso siempre me excita porque está en mi ADN. Creo que hay una parte triste de la experiencia que consiste en sacar un tamiz para observar con sumo cuidado el sentimiento, manosearlo y después extraer conclusiones exportables, lógicas y casi irrebatibles. Un asco.

Montaigne, y ya

Ayer tuvimos noche de chicas y vi una película mediocre y previsible titulada “El diario de Noa” que mi adolescente llevaba años recomendándome como el must del romanticismo. “Es de llorar, buenísima”, insistía ella, que iguala el llanto a la calidad como si todo aquello capaz de provocar un sentimiento irremediable fuera bueno. Yo me había hecho la loca hasta la fecha, pero en un arrebato montaignesco (según un párrafo que probablemente se contradice poco antes o después) le regalé el filme y ya no hubo marcha atrás.

A favor, me dije en un madurez analítica: Ryan Gosling, el protagonista, está muy bueno y parece haber salido indemne de su letal condición de estrella infantil en Disney Channel. Nuestro amor data de la película Blue Valentine(Derek Cianfrance, 2010) una historia de desamor de la que hablé en su momento donde se marca un solo con guitarrilla (o oukelele) que hace bailar a la encantadora Michelle Williams y haría bailar por la barandilla de un puente a la mujer más escéptica del planeta hombres.

Más a favor: el tema de fondo es el olvido. Y esa enfermedad terrorífica llamada demencia senil que mata lo más preciado de un ser humano, la memoria.

Así que la madre solvente que trato de ser a duras penas accedió a la sesión no sin antes armarse con un buen plato de jamón y una cerveza. Cada vez que me levantaba a la cocina o al baño, mi hija detenía la película. Estaba claro que no me iba a perder ni un fotograma. Y más me valía llorar al final como una condenada o iba a decepcionarla profundamente.

Chico impulsivo y pobre se enamora de niña pija y arrogante en un enclave sureño de los EEUU. Un amor apasionado y desigual de verano que termina como casi todos. La separación violenta no impide que él escriba una carta diaria durante 365 días, que ella no responde porque la madre retiene las misivas antes de llegar a su destinataria. En otro escenario, una residencia de ancianos, un hombre lee a una mujer demente el libro que narra ese amor, la fiebre del estío bañada en besos, apretones y una primera vez torpe y desentrenada (esto sí me pareció verosímil y educativo. Que no piensen las chukis que el sexo es como lo pintan en la tele).

Peli mala, pero mala…

Yo me sorprendí analizando cual notaria minuciosa El Diario de Noa y me invadió la tristeza. No por lo que cuenta la película, sino por la amarga y lúcida sensación de pérdida de la ingenuidad. Por un instante quise creer en las malas historias de amor que acaban bien. Arrugarme como mi hija en el sofá, mordisqueando la uña de su pulgar derecho, como suele, y sentir que hay un verano eterno donde pasan esas cosas y te escriben cartas, lleguen o no lleguen.

Luego me acordé de una carta que recibí hace un par de días. Venía precintada y envuelta en plástico con una nota de Correos que advertía: “deteriorada”. La misiva había hecho un largo camino desde Palestina, estaba arrugada y medio abierta. La tinta de las letras, corrida y hubiera jurado que más por las lágrimas que por la lluvia o el manoseo tosco de un soldado. Era una carta real, alejada de fantasías y sin embargo prometedora. La que escribe un adulto que ha vivido y se explica la vida sin excesos adolescentes, pero vibrante y llena de embestidas. El comienzo, tal vez, de una amistad sin pájaros en la cabeza.

Me pareció que todo estaba bien. Mi hija con su Noa y yo con mi Montaigne. Que a los 18 hay que creerse que los amores de verano duran para siempre. Que un chico que se cuelga de una noria para seducir a una chica es lo más normal del mundo. Que alguien que trabaja en un aserradero y lee a Walt Whitman puede ser feliz con una niña rica que pinta cuadros infumables en pelotas para espantar el aburrimiento. Que no soy quién para adelantar a mi hija diez capítulos en el libro de la vida porque, como me advirtió hace poco cuando le expliqué que las discotecas eran lugares horribles, todo eso “está muy bien, mamá, pero deja que me pase a mí”.  Tan contundente y madura que me dejó sin habla.

Así que la noche acabó según el guión escrito por mi adolescente. Ella lloraba, su hermana también y yo lo mismo, pero por razones distintas. La mala película había cumplido su cometido. A mí sólo me quedaba buscar consuelo en Montaigne y darme cuenta de que una parte de mí, esa que escondo en el armario sepultada de trapos y zapatos de tacón,  sigue teniendo 17 años y subiéndose en la noria los veranos. Y eso mola.

Nota: Hacerme ya mismo con “Esplendor en la hierba” para que mi hija vea lo mismo pero de buena calidad.