Mi querida Big-Bang;

Las meriendas se inventaron para ahogar los excesos en café con leche y croissant. Una merienda, por definición, es asexuada y ligera como una partida de canasta. Le falta el aire canalla y prometedor de la cena y el elogio de la gula siestera de la comida. Uno merienda sin necesidad, sin hambre, para detener la tarde y estirarla como el pico de la servilleta bordada que te coló en el ajuar tu tía Purita (a mí no, que no tuve ajuar y ese es un trauma que arrastraré siempre). Una merienda es un acto social como la conferencia de un poeta triste en un macrohotel de convenciones iluminado con tubos fluorescentes. Pero en technicolor.
O puede que no. Porque a mis amigos y a mí nos ha dado por organizar meriendas. La coartada perfecta para no darle a la frasca -no son horas, convendrás- pero sí a la lengua perezosa de un domingo por la tarde. Se me antoja que merendando surgirán grandes proyectos de eternidad que lo mismo mueren en cuanto recojamos el mantel con sus migas. A mí hace meses que se me van los ojos detrás de las mantelerías, y está claro que era una señal. Una llamada poderosa a la merienda.
Lo mejor del recreo era abrir el bocadillo que te había preparado tu madre y descubrir qué ocultaba el botín. Con suerte era de Nocilla o de jamón serrano. Con mala fortuna, de mantequilla y mermelada. Lo peor que te podía pasar era que te pidieran un trozo el día que la merienda molaba. Y mucho peor si te dejaban las babas por los bordes. “Anda, cómetelo entero, si eso…”. La merienda iba en unas bolsitas de tela multicolores con cordón y el nombre bordado. Una cursilada que le daba pedigrí al acto de merendar. Con la invasión del alumínico se acabó la merienda y nos quedamos huérfanos de babas.
Pero que no cunda el pánico. Esto tiene arreglo. Declaro inaugurado el turno de meriendas domingueras para estrechar amistad y engordar cinturas. Se ofrecen calor y risas con chocolate. Imprescindible juntar amigos de distintas procedencias, para que haya tensión asexual no resuelta. Me dispongo a almidonar mi mantel marroquí y poner flores frescas en mi jarrón de Fiebre del sábado noche. Merendar será volver al patio del colegio, al “churro va” y, si me apuras, a las corrillos bajo el sol y el cemento de un día cualquiera donde deteníamos el tiempo masticando un donut de chocolate.