¿Qué hacías la tarde en que un austriaco llamado Felix Baumgartner se tiró en paracaídas desde la estratosfera y superó la velocidad del sonido?

Cuando en el futuro me pregunten, tendré que contestar: Estaba en el salón de mi casa, poniéndole los cuernos a un libro denso con “La pesca del salmón en Yemen”, de Torday, mientras enviaba whatsapps inquietos a mi adolescente de: “¿Dónde andas y con quién, que ahí fuera llueve?” y , de cuando en cuando, echaba una mirada a la pantalla del televisor donde ese tipo metido en una cápsula y empujado hacia el más allá por un globo de aspecto frágil subía lentamente hasta alcanzar los 39.000 metros y nos ofrecía la visión más redonda y poética de la tierra.

Pensé en Tolomeo. En Anaximandro. En Plinio el Viejo. Pensé en que no hay nada como elevarse para salir de la mediocridad. Y pensé que los retos, por incomprensibles y extravagantes que parezcan, están para demostrar que el ser humano del mundo moderno, digital, nanosférico, necesita probarse y explorar sus límites para volver a abrazar la tierra que lo acoge. Y para sentirse menos miserable.

 “Queremos extender los límites de la humanidad un poco más“, dijo Baumgartner horas antes de comenzar el desafío. Y lo dijo en plural, como haciéndonos a todos partícipes de su locura. Y me pareció sugerente pese al ruido de fondo, a la presencia hiperbólica de Red Bull (“Te da alas”…desde luego parece que sí) y a la parafernalia que a ratos convertía la gesta en un espectáculo circense.

La humanidad necesita héroes contemporáneos que la retengan en casa una tarde de domingo. Nos hemos puesto tan cicateros con los aspirantes que ni siquiera al premio Nóbel chino lo indultamos como creador literario, por el tufillo político de su trayectoria. “Escribir no sé como escribirá, pero esa ambigüedad para con el régimen chino… ” se apresuraron todos a murmurar. De otro Nóbel, ahora no recuerdo cuál, leí un informe académico que lo echaba por el barro. Una anécdota curiosa y divertida, sí, pero demolición al fin y al cabo. Y unas páginas más allá el mismo periódico me contaba que los nuevos héroes son una panda de tipejillos grasientos de espíritu que se enfrentan en “Gandía Shore” a un concurso con tres elementos: alcohol, sexo y estupidez delirante. Y si nada lo remedia, pensé, se apropiarán de las redes sociales y de la atención de muchos descerebrados. O de muchos adolescentes (y adultos, me temo) que tragan bazofia en su dieta diaria, y luego vomitan y vuelven a tragar.

Pensé que dentro de unos siglos, si seguimos existiendo, hablarán de nuestra civilización como aquella que dio políticos mediocres, intelectuales perezosos, que elevó a los altares la vulgaridad como espectáculo de fieras. Que derribó las fronteras, inventó la globalización, abrió el agujero de ozono, llenó el mar de inmundicia y permitió que dos tercios de su población murieran de hambre mietras el otro tercio lo hacía de indigestión.

Y puede que, en el capítulo de lo anecdótico, haya una referencia a Felix Baumgartner, el chiflado que rompió la barrera del sonido para explorar sus límites, nuestros límites. Y nos dio una metáfora de la necesidad que tenemos de sacar el cuello de este charco mediocre donde nos recreamos.

Y hoy habrá quien diga que esa gesta es una estupidez exhibicionista. Pues muy bien. Quedarse en el sofá de casa viendo a unos tiparracos que follan y beben y no articulan una sola frase correctamente es mucho mejor. Dónde va a parar.