Ser heterosexual es una ordinariez. Una vulgaridad. Un despropósito muy de conservadores y de conservatrices.

De un tiempo a esta parte lo cool es la bisexualidad. O, aún mejor, la cosa trans (menos las grasas, que obstruyen las arterias).

No sé cuántas listas he leído últimamente de nombres de Hollywood que se lo montan con hombres y mujeres, y nada que objetar, salvo que logran que me sienta muy poco interesante a nivel sábanas. Uno debe aferrarse al hecho diferencial que sea. Y ser hetero no es ni un hecho. Sólo una triste condición de cobardes que no se han atrevido a probar más. Al parecer.

El padre de las Kardashian, Caitlyn Jenner, era hombre y atleta olímpico por fuera de nombre Bruce, y ahora es un mujerón que acapara portadas (bien por Vanity Fair) y defiende su género indestructible. Ese que uno lleva por dentro y a veces la obstinada naturaleza se lo niega. El marketing ha preferido pintar la peripecia como un camino fácil y glamouroso, como si luchar contra la dictadura del cuerpo no fuera embarcarse en una canoa rumbo a la tormenta perfecta.

Una vez escribí un reportaje sobre la transexualidad. Yo era demasiado joven como para haber catalogado las tristezas más abisales del mundo. Recuerdo a dos hermanas que habían nacido hombres y, tras ser rechazadas por su familia y su entorno social, terminaron ofreciendo sus cuerpos a cualquiera que pagase una miseria por esa sorpresa, imagino que morbosa, de descubrir un miembro de hombre dos palmos por debajo de un escote de silicona chunga.

Paco León y Bertín Osborne

Me contaron relatos de terror. Me sentí perturbada. Desajustes que no se aliviaban con un simple diván. Miseria y dudas que sólo la cirugía -inasequible a sus bolsillos-parecía poder aliviar. Y un cóctel de hormonas en el mercado negro que les daba sofocos, y los trasplantes de algunos desalmados que dejaron sus pechos llenos de bultos tóxicos.  Y pocos amigos o ninguno, y más chulos de los que un ser humano que se vende puede llegar a tolerar.

Las hermanas hablaban y hablaban, sin ningún freno y sin ahorrar detalles sórdidos, a esa jovencita convencional del mundo Bambi que no se había asomado al infierno de Dante sino en los libros. Recuerdo que pensé que los transexuales debían ser los seres más desagarrados del planeta. Pasé noches sin dormir. Escribí lo que pude, tuve que convencerlas de que posaran para la revista donde entonces trabajaran. Me costó mucho, pero por fin accedieron. Eran hijas de militar, me parece, y sus familias iban a verlas con los labios pintados, desafiando sus figuras grotescas por la causa más sagrada que uno cabe pensar. Me pareció valiente y arriesgado. Recuerdo que pensé que debía disuadirlas una vez convencidas. Que mi revista iba a hacer negocio a costa de su exigüe reputación. Estaban destrozadas, no eran mujeres fuertes de portada defendiendo su yo.

Y ahora el trans es muy guay. O así nos lo venden. Y la visibilidad es justa y necesaria, aunque la que nos muestren sea la cara del trans triunfador. Del que pisa alfombras rojas y no calles sin alma, de madrugada hostil,con la bragueta abierta y mucho frío. “Yo sólo creo en los travestis“, decía U. un día, y nos reímos todos. Y un travesti juega, se rellena los pechos, se pone su bling bling con falda y tacones y luego se desnuda, pero un trans no puede arrancarse el traje. Se duerme como hombre o como mujer que siente y que no es, con un pesar insomne y desgarrado.

Así que no puedo evitar que me moleste la frivolización de esta cruzada. Y que cuando contemple a Caitlyn Jenner vea por detrás la sombra de aquellas dos hermanas. Y vuelva a escucharles sus listas de venéreas, sus hígados cargados de toxinas, sus listados de drogas ingeridas para no sentir; su corte de clientes pidiendo maniobras con nombres que no habían entrado en mi vocabulario hasta entonces. En el coche, en las aceras o detrás un árbol junto al Museo de Ciencias Naturales.  A precio de saldo. Su  amargura sin flores. Sus penas a granel. Su lumpen lapidario.

Y respecto a lo otro, la bisexualidad, pues nada que objetar. Que ustedes lo disfruten. Entiendo que una pueda llegar a enamorarse y disfrutar el sexo con otra una mujer contradiciendo a una biografía llena de hombres. Y también viceversa, faltaría. Creo en que entre el homo puro y el hetero puro existen muchos grises, y que explorar es de sabios. Pero convertirlo en una moda de modernícolas me llega a chirriar. Que la bisexualidad sea como los pantalones plata de J.A Anderson (bien por Loewe) o los botines más dominatrix de Louboutin es una simplificación. Una cruzada estética que llega a confundir con un mensaje claro: esto es lo cool, ¿te enteras?.

O a lo mejor yo soy una conservadora y merezco ser vapuleada y expuesta con la letra escarlata en la pechera. Y sólo se me ocurre alegar, señorías, que me encanta la moda y que la sigo o me divierto a su costa. Otra cosa es el cuerpo, y eso es algo sagrado, incorruptible. Y bendita sea la intimidad más libre. Y qué dolor no poder expresarla con un desnudo que te muestre como eres, y no como has salido por un cruce de genes diabólico.