Alvin Langdon Coburn Fundación Mapfre

Ayer saqué a pasear a mi padre y a mi ado con una propuesta radical: vamos a la Fundación Mapfre a ver una expo de fotos y luego aperitivo (con refresco). Mi padre, que es más de jabalíes por el monte más vinacha en el bar del pueblo pirenaico donde vive su exilio voluntario, dijo que sí sin rechistar y mi ado, viéndose en minoría, se encogió de hombros y corrió a plancharse el pelo.

Minichuki, que siempre tiene un as en la manga para zafarse de los marrones, corrió al móvil y buscó en su agenda un plan alternativo de emergencia.

Llamada 1: “Abuela, ¿qué vas a hacer hoy?” (zalamera).
Llamada 2: “W, ¿te bajas a jugar al fútbol”(provocadora).
Llamada 3: “Papi, ¿nos vamos a patinar y luego un partido? (imbatible).

Naturalmente, lo logró a la tercera y, triunfante, nos despidió subida en mis patines y mirando a su hermana con cara de “eres una pringada sin recursos”.

La Mapfre tiene una cara B  menos glamourosa que el palacete de la Castellana donde a veces te cruzas con la infanta Elena, que al parecer trabaja allí. Es la sede de Bárbara de Braganza, a pocos metros, y en su interior también pasan cosas interesantes, aunque la entrada parece de ministerio gris. Ayer la comitiva familiar nos las vimos con Alvin Langdon Coburn, en adelante un imprescindible en mi confusa y enclenque cultura fotográfica.

El tipo cogió su primera cámara de fotos a los ocho años, y la soltó prematuramente, cuentan, tras las penurias de una guerra que lo dejó condenado a buscar la paz de espíritu al norte de Gales. Había nacido en Boston en 1882, y sus obras son cuadros pasados por esa poesía taciturna que otorga la niebla. Puentes neoyorkinos donde el reflejo sobre el agua es un canto a la muerte. Calles de Londres que nunca pisé tan sombrías y seductoras. Cataratas heladas y ese velo de sabiduría compasiva de quien lleva mirando la vida mucho tiempo detrás de un agujerito mínimo para transformarla sin prostituirla.

Yo miraba de reojo a mi padre, que iba de foto en foto a toda velocidad (también lee febrilmente y te preguntas si en realidad se entera o sólo pasa las hojas para apurar el final). Mi ado a ratos se ajuntaba con el abuelo y a ratos conmigo, y diría que le seducía el espectáculo en blanco y negro.

Cervecería Sta Bárbala. Gambolandia

Entonces mi padre le susurró (y un susurro de mi padre en casi un grito): “Todo esto está muy bien, tu madre es cultural, pero donde estén unas gambas con su caña que se quite tanta foto”. Mi ado se tronchaba de risa y entendí que había perdido la partida. El resto de las fotos las recorrí como alma que lleva el diablo. Mi gran último amor Coburn tendría que esperar a ser consumado. 

Salimos, jubilosos, rumbo a Santa Bárbara. Esa cervecería de Alonso Martínez donde íbamos a veces de pequeños y yo me asustaba cuando, al pisar el  suelo, crujía un cementerio  de cabezas de gamba agónicas y cáscaras rechupeteadas. Madrid entonces era mucho más salvaje y en los bares había escupideras, como le expliqué a mi hija.

-Puaj, qué asco, dijo la ado cuando le relatamos cómo habíamos sobrevivido a tanta mugre urbana. Pero la niña no perdía comba y le daba duro al plato de gambas, que nos ventilamos en un suspiro.
-Abu, ¿y si pedimos unas bravas?
-Este no es sitio de bravas, brujillas, cada bar tiene su especialidad.

Todo muy mono

Yo a esas sentencias de mi padre sólo puedo decir amén.  Pero como me debía una por la precipitada salida de la expo, los llevé en volandas a un pop up store en el palacio de Santa Bárbara (¿y eso qué es, una tienda, un bar?”, preguntaba el hombre) lleno de cosas absurdamente caras, que recorrimos a la velocidad del absurdo mientras mi hija murmuraba. “No me gusta ir a sitios donde no puedo comprarme nada”. 

Terminado el plan cultura+gambas+tontería la emprendimos con unos pasteles y regresamos a casa muy satisfechos del recorrido madrileño. Yo hoy sueño con volver a los brazos de Coburn, aunque creo que mi padre tiene toda la razón. Donde estén unas gambas con su caña bien tirada, que se quiten los planes bajo techo. Pero si puede ser todo junto, y encima hace sol, se llama carambola.

PD. Ahora que caigo, este post se tenía que haber titulado “EL HOMBRE QUE SUSURRABA A LAS CABEZAS DE LAS GAMBAS”.