-Mamá, te informo de que he crecido cinco centímetros. 
-¿Desde cuándo?
-No sé…

A los nueve años, cinco centímetros son una maratón. Minichuki lo sabe y se chulea solemne desde sus cuarteles de verano, donde su abuela paterna marca con rotulador año tras año los desmanes de su crecimiento en la pared del garaje. Un graffiti tierno que prueba que la enana no tiene previsto permanecer en el territorio de los dibujos animados. Y, para que no la eche de menos, además de datos me manda fotos, preferiblemente de cadáveres en descomposición: “

-Mira, esto es una comadreja que se hinchó con las lechugas del abuelo. ¡Tiene un cabreo!
-¿La comadreja?
-No, el abuelo. Ella está muerta, que no te enteras.

A los nueve años la muerte carece de dramatismo. Puede que la infancia sea un territorio natural libre de imposturas y rituales exagerados. Minichuki, por ejemplo, triunfa por lista y por graciosa, y ella prefiere a los niños que hacen que detenga su trote en el parque para mirar una proeza con palo o pistola de agua, en su defecto.

A esa edad, digo, las niñas no sueñan con gustar a nadie sino con correr mucho y tirar a canasta como dios. Las hormonas aún no han hecho de las suyas, el campo no tiene vallas y el olor a chotillo no estorba, sino que alimenta y da calor. Minichuki, desde luego, se reconforta en la roña y hay que avisarle de la necesidad urgente de pedicura. Un palabro que  entiende, pero no frecuenta si no es estrictamente necesario.

Y cuando  se cansa de sol y de piscina, piensa en mí y me llama con sesudas disquisiciones filosóficas:

-Mami, el abuelo me ha llamado gilipollas 
-No me lo creo, tu abuelo no es así…
-Ja! No era así cuando tú lo conociste, pero ahora ha cambiado y dice palabrotas. Gi-li-po-llas, por ejemplo.

A los nueve años, gilipollas es un triple salto mortal, un rito iniciático para entrar en el paraíso de los adultos alterados. Minichuki se lo huele. Sabe que le queda un suspiro para entrar en esa palabra tan fea, la pubertad, y lo explota. Será el adiós al verdadero realismo mágico, a la excatología gratuita y a la cama de mamá.

Por eso hay que vigilar cada suspiro, cada quiebro de su voz, y alargar las conversaciones de verano, el recuento de bichos y picotazos, las costillas asadas en la lumbre y el cariño  entrecortado y sin fanfarria.

-¿Me echas de menos, hija?
-Pues … Es que estaba aburrida y por eso te he llamado.

Y entonces de das cuenta de que el amor es escuchar la verdad y saber que a veces es mentira. Y acostarte feliz porque tu Minichuki es cinco centímetros más ella misma. Y tú, cinco centímetros más orgullosa de asistir al espectáculo.

PD. Uno de los hits de mi hija. La cantamos desgañitándonos en el coche.