Hay un día en que dejas de ver las cosas. (A veces también pasa con las personas).

Ayer me sorprendió que la basura de las calles de Madrid no me provocara el más leve respingo. La había incorporado al pasisaje de mis ojos. Como la franja del paqué sin barnizar o la bombilla sin pantalla.
La cotidianidad es eso que nos permite soportar las contingencias y los sobresaltos de la vida. Un ejercicio de supervivencia que hace, por ejemplo,  que algunos piensen que es normal que su pareja los menosprecie a la mesa o que un amigo llegue tarde por sistema.

El antídoto contra esa pereza cerebral que evita el estrés sería la atención extrema. Agradecer que te den las gracias o te pidan perdón. Que por fin haga frío y la casa esté en silencio. Que el ordenador siga al ralentí pero no se apague -ese terror cotidiano-. Que el domingo sea largo como un menú gourmet, pero no estrecho. Que el café perfume el aire, que la lluvia componga una sinfonía de fondo que es el mar de la ciudad. Pero también irritarse porque no tuviste tiempo de llenar la despensa, porque las plantas están secas y la cortina caída. Y has apostado todo a un solo día de descanso, y es tan poco que ya te cansas de pensarlo. Que las sábanas se empapan en el tendedero desde ayer. Que hay que dormir por decreto, que el reloj avanza inexorable.

Dr Sleep, de Stephen King

Hay un día en que dejas de ver a las personas. Te matan, los matas. Y entonces te llaman: “Ha muerto”. Y todo ese cariño del pasado sale de la tumba y atruena los oídos. Y no hay dónde colocar el duelo, no hay despedida. Uno no puede dejar de existir para nadie por las buenas sin que un mes, unos años después se remueva la tierra y salga el zombi. Cuidado con matar en vida. Para desaparecerse, se me ocurre, conviene ir reduciendo la marcha: cuarta, tercera, segunda. Tirar de freno y embrague.  Parar, detenerse, respirar. No nos enseñan a decir adiós. A despedirnos bien sin tirar contenedores de basura. Barreras de color que huelen mal, que apestan y cierran el paso al callejón que ordena la salida.

Vivir a veces es tapar la mancha del sofá con una funda. Si no se ve, no es. Y tapas, y tapas, hasta que el sofá ya no es sofá, sino un zafarrancho de trapos sucios que te incordia e interpela.

Uno es aquello que mató sin hacer duelo. Un cadáver de otros que pasaron sin practicar el adiós. Un zumbido molesto, un acúfono que te recuerda que eso que quedó sin rematar sigue ahí, inquietante, larvando como un monstruo de Stephen King, que clama su momento y su venganza.

“Había desaparecido de la faz de mi tierra para siempre” (Javier Marías)