Anoche Nosferatu el Vampiro me hizo suya mientras Jordi Sabatés proyectaba su sombra en el  piano de la sala más negra de los Teatros del Canal. Ya he confesado mi  acusada predilección por los vampiros clásicos frente a la banalización de la figura de chupasangres hollywoodiense (y te incluyo, Coppola,  tu versión edulcora el romanticismo más puro y pone el foco en donde no debería, me parece), Un Drácula como dios manda no puede ser un guapito como los de Crepúsculo, que no inquietan sino excitan a los adolescentes y remueven bajísimas pasiones con purpurina hormonada de más. El vampiro de verdad no te lo explicas, pero te obliga, sofocada, a abrir la ventana como Mina y exponer tu cuello, dulcemente, en un delirio expresionista que la película de F.W Murnau lleva a la cumbre y te mantiene sin pestañear, con la ayuda del teclado virtuoso del compositor y pianista catalán, y a pesar de la incomodidad de unos asientos como estacas donde terminas odiando tus piernas y tu espalda, y deseando un exilio de órganos prescindibles o un chute de anestesia general para no sentir y poder concentrarte en la pantalla.

Sabates contó que la película fue retirada de los cines tras perder su director una demanda por plagio de la viuda de Bran Stoker, autor del libro del que bebe esta historia (y que, sé que me repito, fue una de las lecturas imprescindibles de mi adolescencia y juventud). Para despistar, Murnau había cambiado el nombre de los protagonistas, pero no fue suficiente. El conde o Rendfield, su esclavo comedor de insectos, la gentil y pura Mina ayer llamada Ellen, Jonathan Harker -el joven que acude al castillo y da cuenta del horror en un diario- están tan definidos que no importan sus nombres. Más aún en una película muda, dramáticamente urdida en las proyecciones de sombras, que llegó a asustarme en un momento pese a que conocía al detalle lo que estaba por venir. O precisamente por eso.

Jordi Sabatés

“Creo que al cine le sobran muchas veces las palabras”, comentaba con J. a la salida. La virtud de rellenar lo que no cuentan las voces  dispara la fantasía y proyecta tus demonios mientras los personajes en blanco y negro mueven los labios y dialogan contigo. Las palabras las malgastamos a menudo porque creemos que son gratis. Un grifo que dejamos abierto sin que corra el contador. Vaya torpeza. Una buena historia debería reducir al mínimo los textos. Permitirse los gestos. Esa mirada poderosa, inquietante y hasta huérfana de un vampiro de movimientos torpes que a ratos parecía un Frankenstein entre las velas del barco en una secuencia maravilla que aún sigue en mi retina horas después. “He cruzado océanos de tiempo para encontrarte”, decía él en mi cabeza, y me pareció conmovedor ese Nosferatu aferrado a unas rejas esperando que Mina le pidiera que entre. Mucho más cortés, más educado, que toda esa caterva de vampiros que entran sin llamar a los dormitorios de las damas, las hacen suyas en un cortejo vulgar y predecible y dejan un reguero de sangre como para trasfundir a un ejército tras el bombardeo enemigo.

El cine que me gusta es el menos explícito. Aquel que da cancha al pensamiento, al guión compartido. Y luego está el otro, el fastfood que te lo cuenta todo -un pecado muy español, me atrevería a decir- y te condena al infantilismo de masticar deprisa y sin pararte a paladear en busca de una nota, un matiz sugerido. El cine de ayer te hacía buscar en el silencio y escribir tú las notas al margen de una historia total donde no faltaba nada y donde la música ponía el contrapunto, te llevaba o traía, en un baile sugerido con un vampiro viejo y agotado que sólo con los ojos podía devorarte. Y poco más, porque no había sangre, sino ratas huyendo en la bodega de un barco donde olía a podrido -estoy segura- y un joven aterrado regresaba a los brazos de su amada sin saber que a su lado, en un ataúd de madera tosca, yacía su rival, las uñas largas, esos otros colmillos. El Príncipe de las sombras que me acompañó tantas noches de lectura voraz, cuando amé los vampiros como a la eternidad que no se explica. A ese ser de ultratumba que reconocí ayer en una obra maestra de 1922 que resaltó el talento enamorado de Jordi Sabatés, en un diálogo impecable imagen-música que aún sigo escuchando  y que de madrugada me ha empujado a abrir una ventana y treparme de cuello por si él aún andaba por aquí…