Mi querida Big-Bang:

Mañana de resaca, otra fiesta para la saca! Creo que en otra vida fui cabaretera o cupletista. Me ponen música y salta un resorte interior que me obliga a quemar el tacón con la avidez de una fiebre del sábado noche libre de laca. O sea, que soy una perdida, sí, pero ecológica. En un momento dado me tendrán que implantar caderas de platino/titanio, pero la capa de ozono no va a engordar por mi culpa.

Hago moviola y nos veo a la family en plena Plaza Mayor, vestidos de boda costumbrista y rodeados por tipejillos guiris en camiseta de churrero que piensan que somos los extras de una película. Desenfundo la cámara de fotos cual belga advenediza: Venga, ponéos debajo de los testis del caballo para la foto, chicos. “Mamá, por dios, estás haciendo el ridículo, parecemos catetos de viaje cultural por Madrid”, me dice la jodía adolescente. No sabe esta listilla que yo, si me pongo, me pongo. En mi haber tengo la típica imagen agarrando la torre Eiffel y otra de gondolieri por Venecia. Y el día que toque poner la gitana y el mantelillo de croché sobre la tele lo haré a lo grande y Almodóvar dejará de mirarme con esa displicencia manchega tan suya.

Artículo 65: el matrimonio es para siempre mientras dure. Artículo 66: el divorcio es fácil, conciso y aséptico. El súbdito de Gallardón destila el Código Civil con el mismo entusiasmo mecánico que las viejas el credo en misa. Vamos, que lo mismo le da mil que mil doscientos. Lleva diez casorios de una tacada y así no hay quien le ponga sentimiento. Escolto a la pareja, en calidad de testigo, y los miro tratar de emocionarse con desesperación, pero no hay tutía. Claro que yo me he propuesto que lloren y se van a cagar, con perdón.

“¿Han preparado alguna lectura?, dice el desmotivado, blandiendo el bastón disuasorio sobre la mesa-altar de mantelillo azul. “Nos ha molao”, respondo. ¿Lo hará usted, señora? Ya empezamos. “Señora, su madre. Yo estoy aquí en calidad de testigo y di-vor-cia-da. El estado civil más completo, que implica que has hecho el proceso de la A a la Z. O sea, que seré viejuna, pero señorita, no te jode”. Vale, no digo lo último, pero lo doy a entender con tal elocuencia que Flora Davies me hubiera hecho la ola.

Tiendo el texto a mis hermanos, para que hagan la performance. Lo hacen, y en lugar de llorar los novios, me arranco yo, a moco tendido. Cómo puedo ser tan sentimental, mon dieu! El funcionario me mira raro y concluido el rapto literario nos dice que firmemos y a otra cosa.

Desalojar a la familia de la sala cuesta lo suyo, porque nosotros somos muy de tertulia donde nos pille, y afuera hace tanto frío que la sala rococó con sillas de plexiglás nos parece un refugio ideal. Así lo entienden los cuellicortos de los niños, que toman las sillas al asalto. “O salen, o anulamos este matrimonio”, dice por primera ver con sentimiento el funcionario impasible. Obedecemos.

La secuencia que sigue es sabida: Hay que hacer tiempo hasta la cena, hace un grado bajo cero y la solución está en darle a la frasca. Y así, vino va, gin tonic viene, llegamos caldeados y felices al papeo. Que es cuando los míos callan por fin, porque también somos muy fans del “oveja que bala, bocado que pierde”, y como buena familia numerosa hemos ensayado frente al plato de croquetas de mi madre toda la vida. Si te ibas al baño, el botín desaparecía. Si hacías un receso para despellejar a alguien, tu croqueta diana era teletransportada por otras manos. Lo de comer en silencio ya lo inventaron los monjes en los refectorios, y no por fe ni recogimiento, sino por puritita voracidad.

La última etapa del tour de amor tiene lugar en “Las mil y una noches”. Un local árabe donde se bebe alcohol a saco y una hurí sale a contonear sus caderas en hipnótica danza del vientre. Los hombres del clan babean, miran tetas, miran culo, miran plano general, y ya podría caer una bomba en la sala que ni se enterarían. Desde luego, qué simples son, pensamos las chicas, tiñosas porque la tronka bailarina está muy buena y no tiene adipocitos donde nosotras. Así que cuando pasa a mi lado le hago la zancadilla y se aleja cojeando. Todas me guiñan el ojo: los machos dominantes vuelven a ser nuestros.

Ya de madrugada pido taxi y tiro dentro a las chukis, baldadas de tanto frenesí. Pienso en lo bonito que es el amor con coartada, y con mi último destello de ludidez apunto: “Chivarme al alcalde de que sus chicos casan fatal y rapidillo. Así no hay quien defienda el santo matrimonio”.