Regalo de Cristóbal Toral

“Envidio a quienes tienen ideas más profundas que yo, escriben mejor, dibujan mejor, esquían mejor, son más guapos, viven mejor, aman mejor que yo. Desde mi escritorio, a través de la ventana, contemplo el día luminoso y aséptico de enero mientras un viento helado azota el cielo dejando en él una espuma blanca y azul.(…) Me creo que valgo la pena solo porque tengo nervios ópticos e intento poner por escrito lo que perciben. ¡Qué boba!”.

Después de algunas cavilaciones frente a mi desordenado Taj Mahal, elijo a Sylvia Plath (Diarios Completos, delicada edición de Alba editorial) para arrancar un día de Nochebuena que me ha sobrevenido sin signos de espíritu navideño aparentes. Ayer un taxista se empeñó en contarme que hoy estará solo y trabajando porque sus padres han muerto y cenar con su hermana y su cuñado es como ir de prestado. Sobre todo porque están tiñosos dado que el piso de Guadalajara se lo han dejado a él en herencia.

(Debía preguntar, como me reconvino J: ¿Y cómo es el piso? ¿Una casa con patio?)

No envidio su noche, pero tampoco me parece dramática. Se lo dije  en voz baja y con tono de “esto no está siendo una conversación. Es un soliloquio (el suyo) y yo una podre víctima que no puede tirarse en marcha. Pero él reaccionó con ese alborozo de los incontinentes y se apresuró a confesar  que está “soltero y sin hijos” tres o cuatro veces, y enseguida, a la altura de María de Molina con Serrano, comenzó a enumerar el repertorio de las mujeres que han sido y de esos hijos desalmados que a poco que te descuidas te dicen: “cállate que tú no eres mi padre”.

Creía que la soledad es contar tu intimidad al desconocido; ahora considero que eso es un abuso. Hace unas semanas alguien me contó que un perfecto desconocido al que el azar sentó a su mesa le había confesado que no aguantaba más a su mujer, que era insoportable y que el problema consistía en cómo repartir los bienes gananciales. La anécdota no tendría tanto interés si no fuera porque la esposa estaba sentada a menos de dos metros. Mi amigo, un hombre flemático que no se arruga ante la ignonimia ajena y jamás le pone adjetivos al escándalo, aguantó la confidencia como un caballero y cuando le dije que seguro que ese hombre le había abierto su corazón (más hígado y páncreas)  porque se nota a la legua que él es una tumba, respondió con ese humor británico tan suyo: “Pues debía pensar que éramos un cementerio, porque no sólo me lo contó a mí sino a todo el que pudo escucharle”.

Envidio a quienes no juzgan, porque no es mi caso. Desde mi escritorio, un halo frío que no alcanza a ser viento me recuerda que tras de mí está la ventana. No he encendido las luces del árbol de Navidad, y si me concentro mucho, creo que valgo la pena porque he encontrado el desahogo en los dedos que golpean teclas, esas desconocidas que me ordenan el pensamiento a martillazos tibios de mañana.

De este año que termina toleré mal la arbitrariedad, las voces altas y los endiablados laberintos de la tecnología más doméstica (esa que no soy capaz de domesticar). También las toses de la gente que acude a los conciertos con su laca en el pelo, su gesto altivo y muy poco respeto por Bach o por Bethoven. Envidio a quienes tocan un instrumento y a quienes hablan cinco idiomas, y siempre creo que los músicos de las orquestas son gente muy excéntrica que habita otra dimensión, y que nunca entenderé al de los platillos que interviene dos veces en dos horas. ¿Qué le mueve? ¿Una cura del karma orgulloso de otra vida?

Me parece, además, que mis hijas vuelan solas y que debo encontrar un banco de medidas convenientes para rematar una parcela del salón. Hay días en los que fantaseo con una buena fuga y otros en los que ato los cordones de los zapatos a las patas de mi silla.

Estoy deseando cumplir cincuenta años, me gusta el último color de mi pelo y me cuesta ir al gimnasio que pago religiosamente para casi nada. Hoy recibo en casa a dos tíos, un primo, un hermano, una cuñada, un sobrino y a mi madre y aún no sé qué habrá sobre la mesa, pero nada me perturba, ni siquiera la idea de las colas en un mercado que arderá al rojo vivo.  El vino que habrá en mi mesa lo inauguré ayer, en la tarde de silencio y armonía con los ruidos de la casa, y fue un disfrute cavo y rojo tan solemne que quiero repetir as soon as possible.

He colgado mi acuarela, cariñoso regalo de Cristóbal Toral, justo a mi derecha. Lo miro y me parece que siempre fue su sitio, antes de ser.

Y poco más, querida Sylvia Plath

P.P.Las células malotas se agolpan en mi ojo, cual termitas. Espero que la línea Maginot que ha construido mi médico astur y sabio aguante el empujón de esas desalmadas que no se dejan ver si no es al microscopio. Por lo demás, tengo dos piernas y dos manos y una lista de queridos amigos a los que debo devolver sus cálidas llamadas. Y salir de paseo, y romper la barrera del sonido con un grito de guerra en plena Castellana, se me ocurre. Porque hoy es Nochebuena y el plan parece abierto, vengan las tempestades y la luna.