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Anoche una orquesta de pueblo destrozaba mis tímpanos y Brontë, nervioso por tanto decibelio,
terminó en mi cuarto contraviniendo mis estrictas leyes perrunas y
se hizo de todo y por su orden en la alfombra. Pero no se me alteró
una ceja porque tenía cuerpo de escombro y porque las catástrofes
domésticas se han convertido en tendencia en esta familia este
verano
y no sé si vivo en un estado permanente de superación o de
hundimiento. Pero respiro y parece que entra aire.Y huele a olivo y a lavanda regada de rocío.
Las fiestas de pueblo, esa evocación
bucólica de nuestra infancia y juventud, eran el pasodoble de las
señoras enlazadas, escote contra escote, los chistes picantes de los
cantantes para incendiar la pista y un cubata furtivo y fugitivo de
las miradas de tus padres. También algún beso robado, que podía
devenir lote deluxe o incluso magreo de baja intensidad, hasta sexo vainilla para
los más lanzados.
Eran tan pocos los días en los que se nos daba
barra libre para salir, que estrenábamos la noche como toros recién
salidos a la calle Estafeta. También había porros y seguro que
otras drogas más contundentes, pero ya he dicho que salí inmaculada
de mi etapa teenager y si hubo y pasó cerca mis ojos no vieron. O no quisieron
enterarse y a otra cosa.
Ayer un buen hombre de este pueblo me
contaba que había visto de todo la noche anterior, que también hubo
jarana, a una chica sin bragas
-”desnuda de cintura para arriba”,
dijo textualmente- tirada por la calle mientras un chico a su lado se
abrochaba los pantalones. Aquí hay mucho mal, beben alcohol a saco, toman cocaína y se
desmandan, me relataba mientras los dos contemplábamos los estragos
de la fiesta en forma de orines, restos de chistorra y mendrugos de
pan, vasos tirados y todo tipo de inmundicias que hoy alguien tendrá
que recoger.
Más civilizado que muchos hombres/mujeres
No creo ser una rancia que se altere por cualquier cosa, pero me siento abochornada de mi
especie.
Brontë se alivia a veces donde no debe porque aún es un
bebé. Estos chicos -y algunos rondan los 50 años- se rebajan hasta
extremos bochornosos sin recato.Y no lo hacen un día, porque a
ellos los dejan salir cuando les da la gana y hasta la hora que
quieran. Da igual si son de pueblo o de ciudad, los tópicos de ayer
se los ha tragado la globalización con sus contenidos uniformes y
los camellos con sus todoterrenos. Y sí, estoy escandalizada, y no
me importa reconocerlo. Me produce una enorme tristeza pensar en que
nos estamos autodestruyendo
. La reflexión no tiene fuerza y las
voces de los que piensan se ven amordazadas por las de los
descerebrados que reinan en esos foros donde la chorrada más vil se erige en
un prodigio que se aplaude y se jalea. 
Mi generación, la de finales de los sesenta,  era ingenua y
boba. Llegamos a la edad adulta con taras provocadas por la enorme
pisada de la autoridad más plural,  zafia y demoledora -la política, la de tus padres,
la del cole de las monjas-. Nuestra educación sexual fue un desastre
lleno de silencios, tabúes y complejos. Nos buscamos la vida, nos
habían dicho que si nos esforzábamos, alcanzaríamos la gloria
profesional.
Y muchos la alcanzamos, y trabajamos duro. Más tarde
fuimos padres y quisimos enmendar los errores de nuestra educación
con nuestros hijos. Hablamos con franqueza y libertad de todo lo que
ayer nos habían ocultado. Dialogamos, no levantamos la mano en son de
furia. Pensamos que teníamos las claves para orientar a nuestros
hijos a partir de nuestra historia de prueba y error.
Y la realidad es que nuestros retos no
son sus retos, ni nuestras zanjas profundas son sus zanjas.
Eso pensaba anoche mientras una orquesta de pueblo se
desgañitaba con temas que eran mis temas hace años. Estos hijos que
hemos mimado y protegido se enfrentan a la dictadura de la masa más
que nunca. Tienen la mayor libertad formal y la mayor esclavitud de
fondo
.Nadan en un océano de banalidad y necesitan pruebas de que hay
algo sólido en la otra orilla.
“Qué hace una chica como tú en un
sitio como éste”,
escuchaba cuando el reloj de la madrugaba coqueteaba con las cinco. Afuera brillaban las estrellas y mis hijas y sus amigas
se lo pasaban bien porque así estaba escrito. “Ya estamos en
casa”, leí en mi wasap. Las 5,18. Y pensé que la madre preocupona
había abducido a la mujer esperanzada y optimista que soy.
Que mis
chicas están preparadas para sacar sus propias conclusiones. Que el
mundo siempre ha estado plagado de minas explosivas. Que a veces
tengo miedo, y hace frío. Que no dormir agudiza la pesadumbre e
invoca a los fantasmas. Que las series de zombies son hiperrealistas,
resuelven nuestro tiempo.
Que me gusta este pueblo y la casa que
me cobija. Y que cada quien se desnude como quiera, y ojalá que
algún día descubra el valor de eso tan exclusivo y tan eterno que se llama intimidad, hoy tan en retroceso.  Porque queriendo o sin querer nos hemos convertido en un ejército social de exhibicionistas, donde si no lo cuentas parece que no es ni ha existido. Esta es mi reflexión, y hoy es domingo. Mi perro duerme a mis pies, lo acuna el traqueteo de las teclas. La alfombra ya está limpia, espanto poco a poco este mortal desasosiego.  Y sin embargo…