“No te vistas, que no vas”.
La frase resume el cuento de
Cenicienta. La sensación amarga de estar/ser excluido de algo. Un plan, un juego, el beso del príncipe, un
baile… Minichuki, cuando más sufre es cuando se siente Cenicienta.
En esos casos se queda cabizbaja y viene a que la consuele sin que se
note, porque tiene su orgullo. A veces son las otras niñas, molestas
porque desprecia los juegos cursis del patio.
“No te vistas, que no vas”. (Pues me visto si me da la gana, aunque sea para quedarme sentada en el sofá de mi casa)
Recuerdo haberme sentido Cenicienta en
una fiesta llena de filósofos tarados que hicieron un mohín coral
al responderles a la única pregunta que me dirigieron: a qué me
dedicaba. Yo me consolé sacando mi yo más tiñoso y ruín y concentrándolo en la observación de lo mal vestidos que iban. Esos trajes de corte altamente mejorable sobre cuerpos contrahechos que
parecían refocilarse en la certeza de quien vale más por lo que
piensa que por lo que transpira (y juro que transpiraban y el
acrílico de sus camisas no ayudaba demasiado). Ellas, por su parte,
lucían chales de tafetán brillante y tirabuzones de boda de
pueblo (exportables a muchas ciudades y capitales de provincia, desde luego). 
Yo me había puesto un discreto petite robe noire, pero nadie
parecía entender esas siglas dado que no las menciona Hegel en sus razones puras, así que sin duda pensaron que era una sosa o que
había olvidado mi chal rutilante en el asiento trasero del coche, el
mismo donde cambié las bailarinas por unos stilettos de 13
centímetros que me torturaron toda la noche, pero no más que mis
compañeros de mesa con su ausente sentido del humor y sus trasnochadas teorías sobre la percepción del universo desde una perspectiva teórico-absurda.
Teoría sobre la que yo preguntaba con profusión en un ejercicio desesperado y burlón de integración social. 
Cuando era tardoadolescente, in ille tempore,
me disfrazaba un poco para ir de boda. Parecía que la fiesta era más
si no te reconocías frente al espejo.
Entonces tenías diecinueve años
y querías aparentar treinta y cinco. Y el tafetán, ese horror
destelleante, cumplía su función.
Vistas las fotos con el filtro del
tiempo, transmiten esa ligereza compasiva que otorga no ser consciente del
atropello estético. “Es lo que se estilaba”, dicen las
abuelas.
(Conozco a un hombre que se excita con la contemplación de las chicas vestidas de boda. Los
tacones afilados, las medias transparentes y esos escotes repretones
palabra de honor
que son la garantía de un revolcón apresurado después del
baile)
“No te vistas, que no vas”.
La otra noche una mujer que me cae muy
mal trató de convertirme en Cenicienta en una fiesta. Cada vez que
el azar nos hacía coincidir en el mismo círculo se concentraba en
dirigirse a todos menos a mí, como si fuera transparente. Por
supuesto, y sin faltar a la educación del saludo, decidí devolverle
su desdén con indiferencia, y disfruté al darme cuenta de que
llevaba un chal trasnochado como su vestido. El conjunto era tan feo
como la voz de garza alterada esa mujer
, que tronaba en un intento desesperado por
llamar la atención de todos, incluida (y especialmente) la mía.
Pensé que las hijas de la madrastra de
Cenicienta están destinadas a sufrir porque sus pies con callos
nunca entran en los zapatos. Y que el feísmo interior actúa por
dentro y se nota por fuera, como esos yogures bío. Y que hay personajes de cuento que se quedan a dormir para siempre en nuestra cama. En el caso de la Tafetanes (ya
tiene mote), el de madrastra fea que enarbola una manzana venenosa y
la muerde justo cuando el príncipe acaba de desdeñarla porque esos
pies ordinarios de bicha mala no entran en el delicado zapato de
baile de una princesa.
Algunas no deberían vestirse, pero lo hacen y van siempre para jorobar a las Cenicientas. Así que a
Minichuki le he enseñado que en esos casos Cenicienta debe aguantar
el tipo y esperar a que den las doce campanadas porque es muy
probable que se produzca el milagro y

la carroza siga siendo carroza y los caballos blancos
caballos. Y ella vuelva a casa con su maravilloso vestido de seda
color nude intacto. Pero sin chal de tafetán, que eso es una horterada por la que ya hemos pasado.