¿Qué día de diciembre se empieza a desear Feliz Navidad? No tengo muy claro el protocolo de las fiestas. Para mí empiezan con la Lotería porque ese día nació mi adolescente y me dio la noche sin tregua y sin epidural: “¡Te ha tocado el Gordo, eh!”, me decían las visitas mirando con espanto mi cara amoratada-. Yo solo quería llorar y estrangular a esas enfermeras desalmadas que ponían villancicos a tope y no te dejaban dormir el dolor y el esfuerzo. “¡¡Arriba, mami, que la niña tiene que mamar!!!”

Respecto a la Lotería, no creo en la suerte de pago como no creo en el fantasma de los ojos azules ni en la justicia poética. Hay un día en que las luces de la ciudad te parecen conforme a calendario, aunque lleven encendidas un mes. Y en el autobús, la madre Pocahontas le grita cantarina a ese pobre niño con verdugo azul: “Hay qué bien Adriáncariño  que hoy toca chocolatito en el cole con tus amiguitos por Navidad” (Adrián, aclararé, debe andar ya por los seis años y juraría que odia a esa mujer. Los mismos seis años que llevo coincidiendo con ellos y sofocando mis impulsos de agredir a una madre que habita en la casita de Pin y Pon y cree que prolongar la infancia es canturrear largo y en diminutivo).

Sí, estoy imbuida de espírito navideño y eso se nota por fuera. Las mamás Disney me caen fatal, en términos generales, y no encuentro el disco de villancicos de Sinatra que le robé a mi hermano tiempo ha. En realidad, no soporto a Sinatra. Ya lo he dicho. Solventado el My Way (del que prefiero mil veces la versión de Nina Simone), me sobran el New York New York y el resto de hits viejunos. El pavo se me hace bola y la lombarda son acelgas tenidas de rosa por más pasas y piñones que le pongas. Hace años que decidí pasar del Belén, por su feísmo arquitectónico, pero indulto al árbol por las luces y el bling.bling. No veo el especial de TVE pero sí el discurso del Rey, por el morbo. Y si puedo me acuesto antes de las doce.

Dicho esto, considero la Navidad como una turbulencia imprescindible. El remate guirlache del Otoño. La vida sin destinos sería una pasión inútil, querido Sartre. Borrón y cuenta nueva. Propósitos y enmiendas. Largos paseos por Madrid con el gorro calado mirando las fachadas y los alféizares, un caldo caliente aquí, un vino allá. Y ese tono azulado que se le pone al aire que expulsas por la boca y se hace nube, como cuando tenías la edad de Adrián y la infancia era un verdugo azul marino y un chocolate caliente. 

También adoro las iglesias y los coros de villancicos. El olor a castañas asadas y la carta a los Reyes Magos. La cena de Nochebuena a solas con mi padre, ese bien escaso. La comida de Navidad de pinchos por los bares. La cita con mis amigas de la Universidad, tantos años y tantas lealtades. Las doce campanadas. Correr con mis hermanos por la sierra el día 1. Besar a mis hijas a destajo. La Princesa Prometida y el amor verdadero. “Me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre, prepárate a morir”.

Darme cuenta de que cada Navidad resucita la sensación vívida de haber pasado un año más y estar ahí. El remate de un ciclo y el estreno de otro. Las películas, los libros, los afectos. La decepción y las dudas. Las grandes decisiones. Los zapatos nuevos. El viejo temor. Los amigos divorciados que estrenan soledad. Los casados felices. El champán con peladillas. La fiesta en los talones. El adiós a las chukis en su turno paterno. La bienvenida jubilosa. Y todo repetido, y todo nuevo. Inevitablemente.