Veintitantos miembros de mi familia. Una casa rural en medio de la nada. Provisiones para tres días. Un bingo cutre comprado en los chinos con bolas del tamaño de garbanzos. Diez niños. Una suegra, varias cuñadas, dos gatos vagabundos.

Una sauna jacuzzi que huele a Eau de Valdemingómez. Y un mantra: ¡¡¡Organizacion, organización!!!!

Combínense estos ingredientes con todas las variaciones posibles y un jamón, y… voilá! Habemus despedida de año estilo reality show.

El desembarco familiar merece un sketch. No hay habitaciones para todos. En lenguaje de crucero se hablaría de camarotes y cubierta. Mis chukis y yo siempre ocupanos la cubierta porque siempre llegamos las últimas y porque, aunque nadie lo dice, no tenemos marido/padre. Y aquí las unidades familiares con marido tienen premio: un cuarto con puerta y su cama. Se valoran el santo voto y la santa paciencia. Amén.

No, no penséis que estoy tiñosa por haber pernoctado en un sofá con la mediana tipo cumbre del Teide. ¡Qué va! La familia unida edulcora cualquier desgracia y convierte esas pequeñas incomodidades en pruebas de amor.¡Qué bien estamos juntos! ¿Quién ha perdido una bola del Bingo? Tráete las albóndigas esas que no has preparado tú, sino tu filipina (so pija, léase)

Y momentos de confusión. Alguien no recuerda quién era su amigo invisible. Mi hermano I. propone un método infalible. Todos a la mesa, las manos por debajo. Se pronuncia cada nombre y quien sea su amigo golpeará por debajo del tablero. Parece que la orden no es clara y hay nombres que provocan doble golpe, o un redoble. Y otros reciben por respuesta el silencio. Los afectadodos por el ninguneo se ponen nerviosos…¡Repetimos! Después de varios intentos, una conclusión: alguien duplicó un nombre al hacer los papelillos. Alguien tiene Alzheimer… Alguien ya ha comprado el regalo. Alguien se va a quedar sin nada. Conclusión: “Está claro que no podríamos tener una empresa familiar”.

Lo mejor de mi familia es que, ante el drama, nos entra la risa. Eso que para los novios resulta exasperante a nosotros nos rechifla. Alguien ha olvidado la ginebra Bombay (mea culpa). ¡No pasa nada! Te vuelves a Madrid y la traes, más ron, más whisky. Alguien ha traído croquetas de merluza. De esa merluza que ha pasado por cuatro casas en tres días (en adelante “la merluza Erasmus”, según mi hermano A.) y por votación se decide abstinencia, que intoxicarse en medio del campo no mola. Alguien ha traído un repollo para el cocido pero se lo dejó fuera y ahora se empeña en hacerlo y perfumar el ambiente…

Y como todos somos “muy sinceros” hay puyitas aquí y allá, pero sin acritud. Y puertas que se abren y se cierran, carreras por las escaleras, chascarrillos con denominación de origen. Y prisas, porque si algo nos iguala en esta casa es la necesidad de correr, de hacer planes uno detrás de otro.

-Vámonos a ver el Belén viviente de ese pueblo.
-Odio los belenes.
-Ya estamos, pues te quedas si no quieres ir. (Con retintín)
-Pues sí, me quedo. Ya me contaréis si la virgen ha dejado de serlo…

En mi familia hay una curiosa querencia por los Belenes. A mi cuñada M. y a mí nos dan bastante grima, pero decirlo en voz alta es anatema. La otra gran herencia genética es la espontaneidad, que las malas lenguas llaman desorganización. Mañana es Nochevieja y aún no tenemos claro el menú. Se supone que todos hemos traído algo, pero de ahí a que consigamos unos entrantes, un principal y un postre hay un largo trecho. Pero lo mejor es que a nadie parece preocuparle.

Porque en esta casa de muchos lo que importa es el roce, el cariño y ver pasar los años sin que la unidad se resquebraje. Comprobando que, como cuando éramos pequeños, no necesitamos a nadie para pasarlo pirata. Y que las nuevas generaciones, esos que chillan y corren por la casa, han entendido el mensaje.

Feliz Nochevieja en familia. Espero que pilléis camarote. Yo para el año que viene alquilaré un marido que ya está bien de dormir al retortero.